A mediados de septiembre de 1936, el diario bonaerense Crítica publica unas palabras de Enrique Amorim sobre la muerte de Lorca:
Federico no ha muerto. No puedo imaginar su pecho adelantado al viento y a las balas; su magnífica cabeza echada para atrás, sus brazos en cruz, contra un muro de piedra, con toda España a sus espaldas, como si con su cuerpo impidiese pasar adelante a los nuevos bárbaros.
Aunque no hay datos suficientes para corroborarlo, Roncagliolo propone la hipótesis de que Amorim pudo ser el gran amor de Lorca durante su viaje a Argentina y Uruguay en 1933 y 1934. Un par de cartas sin respuesta conservada, algunos mensajes cifrados entre líneas y el enigmático monumento levantado por Amorim en su Salto natal en 1953, permiten trazar una historia de amor o de desamor que el asesinato de Lorca a comienzos de
Otro que se decepcionó con Federico fue Jorge Luis Borges, que estaba destinado a convertirse en el escritor argentino más importante del siglo XX. Según Borges, durante su única conversación, Federico disertó largamente sobre un personaje que, en su opinión, encarnaba toda la tragedia de los Estados Unidos. Borges le preguntó de quién estaba hablando exactamente. ¿De Lincoln quizá? ¿O de Edgar Allan Poe? Pero Federico respondió:
– De Mickey Mouse.
Borges abandonó la conversación, y a partir de ese momento, consideró a Federico un farsante, o según lo definiría él mismo, “un andaluz profesional” (p. 25).
En el conjunto de un libro logrado globalmente, cabe sin embargo objetar a Roncagliolo algunas aseveraciones osadas y conclusiones cogidas con alfileres. En la descripción de la vida madrileña de Neruda antes de la guerra, dominan palabras como “dolorosos”, “desgracia”, “conflictos”, “crisis”, “infierno”; en realidad, tras el aislamiento que había supuesto su vida como diplomático en el Oriente, y a pesar de la grave enfermedad de su hija, los años madrileños son para Neruda una etapa de felicidad y de comunión sentimental y literaria con sus amigos poetas, quienes lo reciben con admiración y fraternidad. Por otra parte, cuando se conservan tan pocos datos, ¿se puede asegurar con tanta rotundidad que Federico fuera para Amorim “el hombre más importante de su existencia” (p. 167)? Es posible que, debido a la serie de hipótesis indemostrables que conducen el libro (lo cual sea dicho, no es culpa del autor), esta historia ambiciosa hubiera requerido, en lugar de un sugestivo ensayo como este, una novela fascinante, donde las concesiones a la ficción harían más verosímil y más real la “historia real” que promete el subtítulo. Es posible también que al mismo tiempo este sea el mérito del libro: el anhelo en el lector de ver en movimiento a través de una narración literaria algunas imágenes como la de la portada, con la pajarita de Amorim convertida en una mariposa volando entre los dos, desvelando en el dibujo de su vuelo los secretos que llevaron a su tumba los protagonistas (los titanes) de este relato.
Los bandoleros se cubren entre ellos, en la cultura, los personajes y las personas, no es diferente. Si lo que importa como dicen es el nivel de cultura de la obra, no veo la necesidad de centrarse en la conducta, hábitos o costumbres de sus creadores. Quienes lo hacen están cercados por el mismo material de aquellos a quienes critican o juzgan. Considero que el arte y la cultura como todas las disciplinas pueden ser discutidas, pero nunca atacadas en el mismo lenguaje ni con los mismos epítetos que lo igualen. Canto Oriental
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