En octubre de 2019 se publicaron, con edición crítica de Jesús Cano Reyes en la editorial Renacimiento, las crónicas de la Guerra Civil Española del periodista chileno Bobby Deglané, que fue corresponsal del bando nacional en la revista Fotos de San Sebastián, para la que escribió más de 50 artículos entre 1937 y el final de la guerra. Es la primera vez que se recogen los textos de quien fuera uno de los periodistas radiofónicos más afamados en la España de los cincuenta.
Sobre el libro
Desde 1937 y hasta el final de la guerra, el chileno Bobby Deglané trabajó como corresponsal del semanario Fotos de San Sebastián junto al ejército franquista en su avance por España. Acompañó a los tanques en primera línea de combate, se adentró en las trincheras subterráneas de la Ciudad Universitaria, visitó las ruinas que dejaba la contienda a su paso, recabó testimonios de dolor y esperanza, tomó impactantes fotografías con la moderna Leica que llevaba siempre consigo, y con todo ello escribió más de medio centenar de crónicas que, leídas hoy, constituyen un material fecundo, una precisa radiografía de la práctica y utilización del género en el marco de la prensa sublevada. Sin embargo, genuino y carismático, Deglané trascendió el modelo del plumífero acartonado que reproduce con solemnidad los mensajes de la propaganda para construir un personaje veraz y entrañable, en cuya mirada singular radica el valor todavía vigente de su testimonio. La presente edición rescata el más de medio centenar de crónicas escritas por el periodista chileno que, terminada la guerra, cambiaría la historia de la radio en España.
Sobre Bobby Deglané
Roberto Deglané Portocarrero (Iquique, Chile, 1905-Madrid, 1983), más conocido como Bobby Deglané, llegó a España en 1934, donde alcanzó rápidamente un gran renombre como locutor de lucha libre (como tal lo conoció en Madrid el también chileno Pablo Neruda). Con el estallido de la guerra, trabajó como corresponsal y fotógrafo para el semanario falangista Fotos de San Sebastián recorriendo la España sublevada, de la que fue el primer periodista en entrar en Madrid. En los tristes años de posguerra, la voz apasionada de Deglané se convertiría en una de las más destacadas de la radio en España, deudora hasta hoy de sus audacias: entre sus mayores éxitos estaría la creación de programas tan exitosos como Cabalgata fin de semana y la puesta en marcha de Carrusel deportivo. Su popularidad llevó a que varias decenas de miles de cartas colapsaran cada día las oficinas de la radio.
Fragmento de la crónica "Té moruno en la Ciudad Universitaria" (17 de diciembre de 1938)
Entré en el pabellón donde tiene instalado su cuartel general el Mando de la Ciudad Universitaria. Es este un edificio moderno pero de una sólida construcción, que, a pesar de los innumerables impactos que ha sufrido, mantiene en pie todas sus murallas carcomidas, sí, por la viruela de los obuses. Entré al sótano de este edificio. La primera habitación en la que penetré es un hall de grandes proporciones. En una atmósfera de humo y de penumbras, como una escena de película misteriosa, una compañía de moros, o sea, una Mehal-la, descansaba formando grupitos constituidos por las escuadras de dicha compañía. En el centro de cada escuadra ardía un candil y un brasero chisporroteaba su fuego en lumbre alborozada, cuyos resplandores iluminaban el bronce de las caras morunas de esos soldados que, sentados a la usanza marroquí, con las piernas cruzadas y sobre el suelo, formaban sus tertulias extrañas y alucinantes. Sobre los braseros se doraban trozos de cordero fresco engarzados en pequeños alambres. Eran los clásicos “pinchitos” de los moros. Sobre otros braseros hervía el agua para el té. Los moros, de acuerdo a sus inalterables ritos religiosos, vivían aquellos días el Ramadán, precepto durante el cual no pueden comer ni beber nada absolutamente durante el día.
No supe contenerme a la curiosidad de observar de cerca estas costumbres morunas y acepté la invitación, hospitalaria y gentil, de unos moros que me invitaron a hacerles compañía. Doblé mis piernas en cruz y me senté sobre el suelo entre un grupo de estos bravos soldados, alternando con ellos con una naturalidad tal que parecíamos viejos amigos. Es que el moro es así, extraordinariamente hospitalario y afable.
Con ciertas dificultades, logré establecer conversación en castellano con mis contertulios. Me contaron, a instancias mías, las batallas en que había tomado parte, los episodios heroicos que habían vivido, y en todas estas narraciones pude ver el fervoroso, el entrañable cariño, respeto y admiración que rayan en lo religioso que todos los moros sienten por Franco. También me hablaron con apasionamiento de muchos otros Generales, Jefes y Oficiales españoles, a cuyas órdenes directas han combatido.
Los detalles, las sugerencias y la influencia de aquel ambiente se adherían a mi espíritu embriagándole con su exótica belleza como en un escenario de leyenda. Y mientras los moros yantaban sus platos olorosos a especias y bebían el dorado brebaje moruno, yo recorría con mi imaginación –en esos momentos lanzada en vertiginoso galope– los lugares espeluznantes donde crepitaba la guerra como un Apocalipsis lejano, y sin embargo a escasos metros de nosotros.
Allí estaban los moros aquella noche, con sus pacíficas tertulias. Afuera acecha la muerte. Dormirían aquella noche, como se duerme en la Ciudad Universitaria, con el fusil al brazo, para despertar acaso, antes de que el sol anuncie la llegada del día, apremiados por la alarma de un ataque por sorpresa o de la clásica voladura de una de esas conmocionantes minas subterráneas.
Yo hubiera querido escrutar lo que el destino reservaba a estos buenos amigos.
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