Roberto Gómez, «Charlas de café sobre la guerra civil española»

Acaba de publicarse, en Guillermo Escolar Editor, una edición crítica de Charlas de café sobre la guerra civil española de Roberto Gómez.


Sobre el autor

     El humorista Roberto Gómez –o «Roberto», como solía firmar– nació en Madrid en 1897. Hacia finales de los años veinte, se hizo conocer como dibujante en las páginas del semanario Gutiérrez, pero en 1932 dejó bruscamente España y la revista para establecerse en el Río de la Plata. Encontró trabajo en Buenos Aires como caricaturista político en Crítica, en ese entonces el diario más leído del mundo hispano. En julio de 1936, al leer las noticias sobre el levantamiento militar, empezó a combinar sus dibujos con crónicas que aparecieron cada sábado (y a partir de 1937 de manera quincenal) con el título «Charlas de café». Tuvieron un éxito enorme entre el público bonaerense. En los años cuarenta, por discrepancias con el acercamiento peronista al régimen de Franco, «Roberto» se trasladó a Uruguay. Nunca regresó a España, ni superó la nostalgia por su ciudad natal. Es normal que fuese así. Como él mismo decía: «Ningún ciudadano, de ninguna ciudad del mundo, quiere tanto a su pueblo como el madrileño al suyo». Murió en Montevideo en 1965. 

Sobre el libro

     Charlas de café sobre la guerra civil española se publicó en Buenos Aires a finales de 1937 y tuvo tanto éxito que hubo que imprimir una nueva edición en febrero del '38. El libro reunió treinta y cuatro de las «charlas de café» redactadas por «Roberto», con los dibujos correspondientes, para el vespertino bonaerense Crítica. Con ellas, y sus «chistes directos al hígado», el humorista madrileño se había convertido en un cronista imprescindible, tan amado como vituperado, sobre una guerra que se vivía con intensa pasión en la lejana retaguardia argentina. 
        Esta nueva edición, que rescata a «Roberto» del olvido casi total en que ha caído, añade un anexo con numerosos textos que el humorista excluyó o modificó sustancialmente, y termina con la «autointerviú» de su última charla de café de 1937, en la que conversó consigo mismo sobre su libro recientemente publicado.

Para leer el prólogo de Manuel Blasco Garzón y las «Dos palabritas» iniciales del propio Roberto, véase aquí.


A continuación se transcriben el apartado «"Roberto" y el café» del prólogo de Niall Binns, titulado «El dibujante que se hizo escritor».



I have measured out my life with coffee spoons 
                                                                                                      T. S. Eliot

El tema del café, presente ya en el título de estas Charlas de café, es una constante en «Roberto». En cada pórtico de las charlas publicadas en Crítica, figuraba una pequeña taza de café, y varios capítulos de este libro y el libro en sí se cierran también con la imagen de una taza humeante, como si se tratase de una firma que indicara el lugar de trabajo del autor, la mesa del café: allí donde tomaba su café, allí donde leía sus periódicos, allí donde conversaba y discutía con sus amigos y escribía, después, sus charlas. La taza de café, la mesa de café, eran un sello de identidad para «Roberto», pero también un sello de origen, el sello de sus raíces madrileñas. La charla titulada «El café hay que pagarlo aparte» transcribe un telegrama de la United Press que comenzaba: «De acuerdo con las órdenes del general Franco, las tropas deben estar preparadas para distribuir café caliente a los civiles tan pronto como se tome la ciudad». Reflexionó al respecto «Roberto»: «El café ha sido siempre la gran preocupación de todo madrileño, y Franco quiere conquistarse a Madrid con un vaso de café». Advertía, sin embargo, que le saldría mal la jugada porque esa taza de café en sí era insuficiente: 

      «El madrileño va al café a tomar café y a pasar cuatro o cinco horas de charla. Habiendo charla, no importa la calidad del café. Por eso el madrileño es el ciudadano que consume el peor café del mundo en los mejores cafés del mundo. Un buen diván y un buen amigo, compensan de un mal café. Tal vez el café que ofrece Franco sea bueno. Pero, ¿y el diván y la charla?
     «Franco no puede ofrecer esto porque el régimen de Franco sería un régimen de silencio. Y Madrid callado no sería Madrid.»

     El historiador Hugh Thomas, y en su estela muchos otros, han recordado las palabras del general Emilio Mola, que a inicios de octubre de 1936 afirmó que estaría tomando un café en la Gran Vía madrileña en el Día de la Hispanidad de ese año. No fue así: el ejército rebelde tardaría dos años y medio más en hacerlo, y Mola, para entonces, estaría ya bien muerto. De todos modos, «Roberto» rescató la anécdota, adjudicándola a Franco para mofarse de las dificultades que tenía este de tomar la capital. 
     En «Lección sobre estrategia de café», el número 10 sobre el mapa que ha preparado el estratega de café señala precisamente la «taza de café que tomará Franco cuando entre en Madrid». Es una crónica escrita después de la victoria republicana de Guadalajara, en marzo de 1937, y lleva una dedicatoria a «mi tocayo, el coronel retirado Gómez, con el mayor afecto». El coronel retirado Carlos A. Gómez fue el encargado de publicar análisis militares de la guerra española en La Nación, un diario cuya fachada de neutralidad no llegaba a disimular sus simpatías muy evidentes por Franco, y la charla de «Roberto» lo retrata como el «estratega de café» por excelencia. Iba recreando la batalla sobre la mesa del café con terrones de azúcar, cucharillas, tazas y copas, y sus pronósticos militares tenían a los ciudadanos leales a 
Carlos A. Gómez, "La Nación",
mapa sobre Batalla de Guadalajara
la República tan sobresaltados con sus mapas –«¡Esos mapas! ¡Esas flechas!… Señores, ¡un poco de piedad!»– que saltaban de la cama cada mañana en busca del periódico. Pero ahora –cuenta, regodeándose, «Roberto»–, en el momento preciso en que el coronel ya tenía a Madrid en el bolsillo y un artículo redactado lleno de «cosas macanudas», viene a fastidiarle el triunfo de la República en Guadalajara.
     Muchas de las anécdotas que cuenta «Roberto» surgen del mundo de los cafés. En «¡A la gran flauta! ¡Café pa todos!», comenta la falta de organización en las filas republicanas, echando la culpa a las divergencias políticas e ideológicas de un gobierno en que «se pasaban la vida discutiendo de qué color iba a ser la República cuando se ganase. Y mientras ellos discutían, los fascistas se daban un paseíto hasta Madrid y a punto estuvieron de llegar a la Puerta del Sol en tranvía». Tuvo que irse el gobierno a Valencia para que el pueblo por fin se organizase para detener a Franco. Para iluminar lo dicho, «Roberto» saca a colación una tarde madrileña en el café La Granja El Henar, con un mozo llamado Pepe corriendo de mesa en mesa para atender a las palmadas del público. Los humoristas de la tertulia –entre ellos «K-Hito» y Jardiel Poncela– lo marearon hasta tal punto, pidiendo cada uno un plato distinto, una bebida distinta y luego cambiando por completo de idea, que llegó el momento en que Pepe ya no pudo más, y «con los ojos desorbitados y la cara roja de ira, gritó: ‘—¡A la gran flauta! ¡¡Café pa todos!!’». Lo mismo sucedía con la República, concluye «Roberto»: «ha llegado el momento de que todos tomemos café, porque no se puede perder tiempo averiguando lo que cada uno quiere… / —¡Café pa todos!».
     En otra charla del libro, sitúa sus «Crónicas de retaguardia» en un café de Buenos Aires, ofreciendo una parodia de los legendarios enfrentamientos que se vivieron en la esquina de la Avenida de Mayo con Salta, entre los parroquianos del café Iberia, simpatizantes de la República, y los franquistas que se reunían en la acera de enfrente en el Hotel Español. En la charla correspondiente, vemos al propio «Roberto» entrar un día al café «Los Leales». Los demás parroquianos, luciendo «alegres banderitas tricolores» en las solapas, le aconsejan evitar la mesa de la ventana, donde se «corre peligro de que lo insulten desde el café de enfrente»: el café «Los Rebeldes». Bajan la cortina, pero es demasiado tarde. Comienzan los gritos de «¡Arriba España!», bajan cinco «pitucos» de un coche, y acto seguido se inicia la invasión del café Los Leales, y una batalla en que los comensales de cada bando lanzan medialunas, helado italiano y crema rusa, hasta que llega la desbandada y el último invasor que permanece en el local es un fascista italiano que se cierra en los baños. Aprovechándose de una táctica ya empleada con éxito por los brigadistas del batallón Garibaldi en la batalla de Guadalajara, un italiano leal se pone a mediar:

     «A la luz de un fósforo escribimos en un papel:
     «"¡SOLDATI!... ¡FRATELLI!... El café se está quedando yelato. Si no sale pronto habrá que pedir otro. Mande a Franco a la gran flauta y véngase con nosotros".
Se lo echamos por debajo de la puerta. Nuevos minutos de ansiedad. Poco a poco, la puerta se entreabre. Unos instantes de indecisión en el de adentro. Y al fin, nuestro hombre sale y cae sollozando en brazos de su compatriota.»


Comentarios