Sobre José Gabriel, "La vida y la muerte en Aragón"

El Perro Malo y Salvador Trallero editor acaban de publicar una nueva edición de uno de los libros más fascinantes escritos por un hispanoamericano sobre la guerra civil española: La vida y la muerte en Aragón de José Gabriel, que apareció por primera vez en la editorial Imán de Buenos Aires en 1938. A continuación se transcriben las primeras páginas del epílogo de Niall Binns, titulado "José Gabriel y la revolución española. Apuntes en torno a La vida y la muerte en Aragón"

Hay dos grandes núcleos emocionales en La vida y la muerte en Aragón: el día que el corresponsal de guerra José Gabriel pasa en el frente con Buenaventura Durruti y en el que es testigo del ataque a Fuentes de Ebro, y el día en que visita Torres del Obispo, el pueblo aragonés donde nació cuarenta años antes, en 1896, y donde descubre que la sala en que está reunido con el comité del pueblo es la casa de su niñez. José Gabriel López Buisán –más tarde, como periodista y escritor, prescindiría de los apellidos de sus padres, acaso como si fuesen un lastre– pasó sus primeros nueve años de vida entre Torres del Obispo y Madrid. De sus días en el Madrid bombardeado del otoño de 1936 no hablaría en los dos libros que dedicó a la guerra de España, pero en un ensayo escrito a su regreso a Buenos Aires recordaría así la ciudad de su infancia: “Chapaleaba de pibe en el Manzanares, al pie de las Vistillas, entre la espuma de la colada que navegaba como camalote, y los hilitos tibios de nuestro pis; en el Manzanares, ‘arroyo aprendiz de río’ dijo Quevedo, y se olvidó de decir: y de héroe. Lo vi después, desde el Puente de Segovia, con hilitos de sangre, también de niños” (“Mares y ríos”, El nadador y el agua, 1938). 

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En torno a 1905, la familia de José Gabriel se estableció en Buenos Aires. El escritor adulto jamás olvidaría, y jamás dejaría de agradecer y celebrar la acogida que recibieron él y los suyos, como tantas otras familias inmigrantes, en la ciudad que llamaría siempre “mi Buenos Aires”. Lo comentó con insistencia en España en la cruz (1937), en el relato de su viaje en barco al viejo continente para asistir, como enviado especial del diario Crítica, a la guerra civil. Los niños que viajaban con él, pero en tercera clase, “en las costuras del barco”, eran todos argentinos: “unos, hijos de italianos, otros de españoles, otros, de polacos, otros, de turcos; pero todos argentinos, nacidos en Buenos Aires, en Santa Fe, en el Norte; todos argentinos; con fachitas que revelan diferentes razas; pero todos argentinos. Hablan entre ellos en criollo, naturalmente, como todos los niños de allá, como los míos”. Los veía jugar, reír y pelearse, como si estuvieran todavía en una calle o conventillo porteño, y decirse “vení, andá, che, che, vos qué te creés”; y al verlos y oírlos se entristecía. En los años treinta, la “década infame”, las tierras promisorias del Río de la Plata se habían ido haciendo cada vez más hostiles, comenzaba a legislarse en contra de la inmigración, y era en ese clima en que las familias que lo acompañaban en el barco regresaron a sus países de origen. Reflexionaba Gabriel: “Y cuando los oigo y pienso que dentro de unos años, dispersos por tierras tan distintas, ciudadanos de varias naciones, hablarán diversos idiomas, me parece pensar la pérdida de un tesoro. Estos niños de tan varias procedencias raciales eran, son aún, ciudadanos del mundo; dentro de poco serán ciudadanos limitados; la humanidad que circula por ellos habrá retrocedido”.
Orgulloso de su Buenos Aires querido, orgulloso –sin duda, ingenuamente orgulloso– de su argentinidad y su americanidad, José Gabriel irá comprendiendo en su viaje de 1936 la distancia que lo separaba, como americano, de Europa. América, para él, era un continente plural, abierto al mundo y rebosante de esa humanidad ancha y fraternal que sentía amenazada al observar a los niños del barco. Cuando en su paso por Italia le hablaron de la suerte que tenían americanos y españoles por compartir un idioma común, respondió en seguida con un matiz decidor. Más suerte era la de los americanos: tenían no solo el español sino también el italiano. Esta noción expansiva de lo americano se confunde, sin duda, con lo bonaerense. Así se ve en la simpatía que Gabriel ya sintió en el barco hacia un joven italiano que volvía a su país, aun siendo este un devoto de Mussolini: “El italiano que habla italiano –dulce idioma– apenas es extranjero para mí; pero el que habla cocoliche, el que habla el criollo con tropezones italianos, ni apenas ni nada. Este –lo veo ahora que viajo– me parece, no sé si un argentino más, pero sí un porteño. ¿No es acaso miembro de mi misma familia?”.

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En un texto rescatado hace poco, José Gabriel escribió que “a los nueve años, pedía yo limosna por las aldeas empotradas en los montes cántabros de la península, a los diez [¿en Argentina ya?] era hortera, a los once peón de panadería, a los doce mozo de fonda, a los trece pintor letrista, a los catorce mensajero, a los quince empleado de escritorio”. A los veinte años ya trabajaba en el periodismo, militaba en la línea sindicalista (no anarquista) de la Federación Obrera Regional Argentina (la llamada FORA) y en el año de la “Semana Trágica” (1919) fue instigador de una huelga legendaria que paralizó durante once días el vetusto y prestigioso diario La Prensa. Poco después publicaría los primeros de sus numerosos libros: los relatos de Las salvaciones (1920), el ensayo La educación filosófica (1920) y la biografía Evaristo Carriego. Su vida y su obra (1921). En la década de los veinte comenzó, también, a trabajar como profesor de literatura en el Colegio Nacional y el Liceo de Señoritas de La Plata, y entró como editorialista y cronista de fútbol en la redacción del vespertino Crítica, que en años venideros se convertiría en el diario de mayor circulación en el mundo en lengua española. 
El golpe militar del general José Félix Uriburu, en septiembre de 1930, llevó a José Gabriel a exiliarse en Uruguay, y sería en Montevideo donde escribió Burgueses y proletarios en España. La revolución española. Su origen – su significado – su destino (1932), un folleto que es la antesala de sus libros posteriores sobre la guerra civil. En él, trazó una historia de la larga agonía del viejo régimen –“en 1930, un año antes de su entierro en oro y cortesías, la monarquía no era más que un cadáver en descomposición”–, lamentó que el gobierno recién instituido hubiese contenido el incendio de conventos –“le bastaba al gobierno republicano haber hecho vista gorda ante aquel desmán popular y dejar que el clero nefasto desapareciese de una vez de la tierra española inficionada por él”–, y auguró que la burguesía española no tenía más opción que entregar el poder al proletariado o armarse ilegalmente, “haciéndole un corte de mangas al liberalismo de sus intelectuales”. La mención a los intelectuales no era fortuita. El folleto repudiaba expresamente a esos miembros de la Generación del 98 que en su momento habían promovido la llegada de la República pero abdicaron luego de su compromiso con el nuevo régimen. El 14 de abril de 1931, en un “repentino eclipse de las fuerzas que hasta entonces habían ejercido la dirección espiritual de España”, se “jubilaron” todos, y notablemente los más renombrados: Miguel de Unamuno y José Ortega de Gasset. Así, “una ola de estupidez parece haber invadido la zona intelectual española en el mismo instante de la proclamación de la república”. Años más tarde, durante la guerra y después del triunfo de Franco, seguiría acusando a los intelectuales españoles –con escasísimas excepciones– de no haber sabido o, más bien, de no haberse atrevido a estar a la altura de las circunstancias.
Entre citas de Trotski y analogías entre la situación en España y la Rusia prerrevolucionaria de 1917, Gabriel veía la península como “una de las regiones del orbe más maduras para la revolución proletaria”, sobre todo en vista de la “desesperada inepcia” de su burguesía. Sin embargo, a diferencia de Rusia, que contaba en ese entonces con el partido bolchevique y con líderes excepcionales como Lenin y Trotski, el pueblo español no estaba ni medianamente preparado para una revolución. Además, la mayoría del proletariado militante era anarquista, es decir, “un peso muerto para la lucha de clases”; en cuanto a la U.G.T., se había fundido con los socialdemócratas en un “infructuoso reformismo” y el Partido Comunista, por su parte, era “obediente a la inepta dirección moscovita e inepto por sí mismo” y solo había conseguido “desorientar a las masas”. Los únicos que se salvaban, para Gabriel, eran la Oposición Internacional, y a esta joven y marginal agrupación, seguidora de Trotski, liderada por Andreu Nin, le atribuía el “gigantesco” cometido de “combatir el confusionismo comunista oficial”, librar el proletariado del “opio” del anarquismo y “lograr, con la totalidad o con la mayor parte de la masa trabajadora, la formación del frente único revolucionario”. Le daba un año para cumplir su misión.
El folleto se clausura con dos cartas, la primera de ellas fascinante. Firmada el 23 de abril de 1931, está dirigida al “buen camarada” Manuel Azaña, entonces ministro de Guerra del Gobierno Provisional de la República, y con el que Gabriel se había cruzado en España en tiempos de Primo de Rivera. La carta transmite su alegría, porque “¡al fin se fue quien debía irse y no volverá!”, pero advierte al flamante ministro que aún quedaba mucho por hacer –“El rey se ha ido, pero la monarquía todavía no. Aguardo la noticia del saqueo del Palacio de Oriente”–, y enumera los pasos necesarios para alcanzar la revolución, recordándole a Azaña las palabras de Lenin –¡ni un paso atrás!– y avisándole de la imposibilidad de estorbar el camino de la Historia: “El formidable engranaje del mundo rueda por sus propias fuerzas. Muy poco se le puede ayudar; no es posible contrariarle: somos granitos de polvo entre sus ruedas dentadas”.

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La ideología de José Gabriel se hizo notoria en mayo de 1933 cuando publicó en Buenos Aires, en Contra. La revista de los franco-tiradores “El titán encadenado”, un homenaje que celebraba a Trotski como un nuevo Prometeo –el que entregó a la humanidad el fuego de la Revolución–, y como un hombre “de doctrina tan vasta y tan honda y de acción ciclópea, una acción y una doctrina más gigantesca que las de Lenin, aunque Lenin lo superase en calidades afectivas y en sentido de la vulgaridad”. Gabriel estaba consciente de la “osadía” de su texto, pero la consideraba una osadía justificada y obligada por la injusticia sufrida por Trotski. Reconocía, eso sí, que era un “mal momento para hablar de un hombre ‘tabú’, excomulgado por reaccionarios y por revolucionarios, arrojado de su casa y de la ajena, acusado de energúmeno por unos, de renegado por otros, acorralado por todos”; un mal momento para “recordar a un hombre que según la ficción jurídica del mundo burgués y del mundo proletario prematuramente aburguesado, no existe”. 
La osadía de Gabriel dio lugar a la polémica anticipada y llama la atención de que el poeta Raúl González Tuñón, director de la revista, después de abrir sus páginas –con espíritu de izquierdismo ecuménico– no solo a Gabriel sino a los también trotskistas Liborio Justo (oveja negra de la familia del general Agustín Justo, presidente de la República y su padre) y el exiliado boliviano Tristán Maroff, cerrara la página editorial del último número de Contra (septiembre de 1933) afirmando que “los trotskistas, comunistas sinceros o no, son siempre contrarrevolucionarios. De ellos se aprovecha la burguesía para desprestigiar, no solo a la U.R.S.S., vanguardia del proletariado, sino también al comunismo”. Era de verdad un mal momento para defender a Trotski. Peor, sin embargo, mucho peor, sería hacerlo tres años y medio más tarde.

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El 15 de septiembre de 1936, Crítica festejó sus veinte y tres años de existencia, jactándose en la portada de los cuatrocientos o quinientos mil ejemplares que emitía cada tarde. Doce días antes, había publicado la crónica inaugural de su “enviado especial” José Gabriel, que sería el primero de los tres corresponsales de guerra del diario: viajarían después, de febrero a agosto de 1937 el poeta y crítico de arte comunista Cayetano Córdova Iturburu, y en los meses iniciales de 1939 el jefe de redacción Raúl Damonte Taborda. La sede del diario, en la Avenida de Mayo, se había convertido en esos primeros dos meses de la guerra en un lugar de reunión para simpatizantes de la República Española: allí podían leer los últimos cables, transcritos sobre pizarras en el vestíbulo; allí podían contribuir a la colecta para la Cruz Roja impulsada por el periódico; y allí, más tarde, iban a poder visitar exposiciones de fotos o carteles de la guerra. 
Se publicaron en Crítica doce crónicas de Gabriel enviadas desde España, las más breves por telegrama (se publicaban esa misma tarde en Buenos Aires) y las otras, más extensas, por vía aérea.
  1.    3 de septiembre, fechada en Gibraltar el ¿21? de agosto: “La guerra civil vista desde Gibraltar; primer contacto con la realidad española”. En esta primera crónica, simpatizantes republicanos refugiados en el peñón narran a Gabriel las atrocidades cometidas al otro lado de la frontera, en la zona rebelde de Algeciras y La Línea de la Concepción. Destaca, entre otros, el testimonio del barbero Luis Moreno, que “todavía temblaba” al contar su historia: “hace unos días que los rebeldes le llevaron a fusilar; eran dos con un camión; cerca de la frontera pararon, lo bajaron a tierra, uno dijo: ‘déjamelo a mí’ y el otro hizo funcionar el motor; pero al ejecutante le falló el revólver, a quemarropa, y el reo, aún con las manos esposadas, pudo huir”.
  2.    4 de septiembre, fechada ese mismo día: “Cataluña, baluarte antifascista, es el arsenal de la República”. Es una crónica que habla de la reorganización de la industria, del optimismo que se palpaba en Barcelona, y de las milicias que parten para el frente cantando. Afirma Gabriel, de paso, que “ayer saludé al escritor ruso [Ilya] Ehrenburg, que salió para el frente”, y termina: “Ahora, solo espero mi turno de periodista, para ir al frente de batalla desde donde informaré a Crítica con amplitud de detalles”.
  3.    5 de septiembre, fechada ese mismo día: “Con serenidad Cataluña vive el momento trágico”. Habla de la vuelta de cierta normalidad a la vida cotidiana de Barcelona, y relata una entrevista con el presidente de la Generalitat: “le pedí que cambiara los nombres de Argentina y Uruguay que tienen los barcos que han sido convertidos en prisión. El señor Companys prometió hacerlo. También comentó con cortesía la iniciativa argentina tendiente a humanizar la guerra civil [se refiere a los esfuerzos del canciller Carlos Saavedra Lamas], pero objetó que sería más correcto tratar de que cesar la provocación de los alzados”. Relata el entierro de un periodista extranjero muerto en el frente, que “había venido como yo a presenciar la gesta maravillosa de la libertad del pueblo español y pagó con su vida la honra buscada”. 
  4.    10 de septiembre, fechada en Barcelona el 1 de septiembre: “La dramática revolución de Barcelona”. Narra la resistencia popular del 19 de julio contra la sublevación militar. Habla de la cooperación entre sindicatos y partidos, el “milagro” del pueblo en armas y la desaparición de la burguesía (“Ya no hay ‘señoritas’”). Relata la muerte ante el cuartel de Atarazanas del dirigente anarquista Francisco Ascaso, “que con mayor fortuna se había salvado de la policía de Buenos Aires no hace mucho”. Este artículo se reprodujo en el diario chileno Frente Popular entre el 15 y el 17 de septiembre.
  5.    12 de septiembre, fechada el 30 de agosto: “Las diversas tendencias formaron en Cataluña un Frente Único por la Libertad”. Es una crónica que llega con retraso. Cuenta las “primeras impresiones” de Gabriel en Portbou y luego la unidad establecida por partidos revolucionarios para luchar contra el fascismo: “Podría envanecerme de mi suerte; sé que algún día podré decir orgulloso: yo vi en Barcelona el embrión del ejército rojo español”.
  6.    18 de septiembre, fechado el 13 de septiembre: “La trágica lucha en el frente de Aragón”. El cronista ha vuelto “turbado” del frente y de su primera experiencia directa de la guerra. Ha visto los pueblos de Aragón “como costras en los cerros áridos”, ha oído el “quejido –no estampido, eso es literatura–” de los cañones y “las imprecaciones de los milicianos en el asalto”. Incapaz de descansar, se distrae en la escritura. Explica el funcionamiento de las milicias populares y narra la heroicidad de las milicianas, para la cual sale en busca de todo tipo de analogías pertinentes: “He asistido a acontecimientos de epopeya y de égloga; viví pasajes de Remarque y de Homero, y cuadros de Teócrito y de película aragonesa de Imperio Argentina; y tuve ante los ojos atónitos escenas que no sé a qué ficciones artísticas o poéticas referir, pues he conocido en relatos y en pinturas a mujeres guerreras, pero no haciendo normalmente la guerra, como estas jóvenes catalanas que, fusil al hombro o cosiendo los monos de los milicianos o gobernando la cocina, habitan los pueblos de avanzada y hasta los parapetos”. El protagonismo del yo testigo, eufórico por lo vivido, se desata al final: “Recorrí todo el tramo de la columna Durruti, siempre con el enemigo ahí enfrente, a tiro de escopeta; tomé mate en su cuartel general, donde tuve la suerte de reforzar la previsión de yerba a punto de agotarse; estreché en ella la mano a un voluntario cubano y a cuatro voluntarios argentinos; conversé amenamente con el primer y segundo jefe, ambos largos años residentes en Buenos Aires; y al caer el sol espléndido, con el destacamento que la columna tiene en Osera, a treinta kilómetros escasos de Zaragoza, asistí a un admirable ataque de los milicianos”. En esta y en la crónica siguiente, se reproduce al final la firma de Gabriel.
  7.    19 de septiembre, sin fecha de redacción: “La trágica lucha en el frente de Aragón”. Gabriel relata detalladamente los acontecimientos adelantados al final de la crónica anterior. Destaca el tuteo omnipresente entre los milicianos –“todos somos camaradas, sin otra jerarquía en el trato”–, y afirma haberse acostumbrado tanto a la costumbre de saludar “en alto los puños, con la expresión que un argentino puede entonar como suya: ‘¡Salud’” como al escarceo constante de chistes en la columna, que se dirigían hasta a los “jefes” sin que se tomara como indisciplina. Pregunta: “¿Acabarán estos hombres por demostrarle a un mundo idiota que no se necesitan para nada los formalismos?”. Narra su encuentro con Durruti, el ataque a Fuentes de Ebro y el camino de regreso a Barcelona. La primera parte de La vida y la muerte en Aragón se basa muy estrechamente en esta crónica.
  8.    23 de septiembre, fechada en Toledo ese mismo día: “José Gabriel describe la terrible lucha en el Alcázar de Toledo”. El intenso testimonio de su visita a Toledo, relatada aquí y en la crónica siguiente, no figura en los libros de Gabriel: “Llevo cinco días al pie del Alcázar de Toledo, asistiendo entre llamas, truenos, risas y coraje al desenlace de uno de los episodios más intensos del actual drama español. Pugnan, por un lado, una fortaleza cesárea y la voluntad sin entrañas de los rebeldes, y, por el otro, un pueblo enérgico, pero humano. / La lucha, desde luego, es espantosa. Tan pronto surge un incendio voraz o una emboscada en los parapetos. Los tanques intervienen en el asalto y frecuentemente se traban los adversarios en combates cuerpo a cuerpo, con bombas de mano y apóstrofes homéricos. En medio de este infierno braman trombas de plomo candente y se desmoronan las casas de tres y cuatro pisos. Pero todavía este horror sería más trágico si el pueblo ofendido no se contuviese para eludir la crueldad. / Mas en realidad, este sentimiento humanitario prolonga la lucha. / Sin embargo, el final se acerca. Nadie evitará la entrada de los milicianos a los sótanos profundos con espectros y cadáveres, como un descenso dantesco al último círculo infernal. / Nadie piense que los defensores del Alcázar estén resucitando la epopeya de Numancia, porque aquí el pueblo agredido es el sitiador y resultará a la postre victorioso”. 
  9.    1 de octubre, fechada en septiembre sin especificar el día: “Por qué fue tan larga la resistencia” [las imágenes que poseo son de pésima calidad e incompletas; es posible que el título sea más extenso]. Una nota inicial señala que “José Gabriel, enviado especial de Crítica a España, nos remite la crónica que reproducimos acerca del sitio del Alcázar. Fue escrita, como lo advertirá el lector, antes de la entrada a Toledo de las tropas rebeldes”. Obligado a salir de Toledo después de ocho días en la ciudad, el cronista intenta explica a sus lectores por qué los sitiados han aguantado tanto: por un lado, estaban parapetados de manera muy poco hidalga detrás de las mujeres y los niños que habían tomado como rehenes; por otro, se aprovechaban de los sótanos del Alcázar que se extendían laberínticamente por debajo de la ciudad. Gabriel vuelve a hacer alarde de su experiencia como testigo: “He recorrido, entre escombros de casas y de hombres, la mayor parte de los reductos que los confinados del Alcázar tenían; he estado en el mismo Alcázar, en la zona reconquistada a pecho limpio, con un valor que enfría la sangre, por los milicianos y los guardias de asalto”. Su experiencia lo lleva a afirmar que los “audaces recluidos” estaban ya perdidos: “¿Qué pueden esperar ahora, si no la muerte en los sótanos o en una salida desesperada, o una ayuda externa que el pueblo parece dispuesto a impedirles? Ojalá cuando llegue a destino esta crónica se conozca ahí ya el desenlace que yo habría querido presenciar hasta el fin”. Si se contrasta la alusión a los ocho días pasados en Toledo de esta crónica con los cinco mencionados en el anterior, cabe deducir que la fecha de escritura es el 26 de septiembre. Es decir, en vísperas de la llegada de esa “ayuda externa” y la liberación del Alcázar por el ejército de Franco. Cuando la crónica se publicara en Buenos Aires, el desenlace del asedio se conocería de sobra y no era, evidentemente, el anunciado y deseado por Gabriel.
  10.    3 de octubre, sin fecha de redacción: “En Barcelona, un cubano casa y descasa en nombre de las milicias”. El cronista relata una visita a la Casa Lenin, ocupada por milicias del P.S.U.C. en el antiguo Hotel Colón de la Plaza de Catalunya, donde un cubano “divorciador y casamentero del nuevo orden revolucionario”, llamado Arturo Gortazar Álvarez, se encargaba de la resolución “ipso facto” de casamientos y de divorcios solicitados de manera consensuada. Gabriel llegó a actuar de testigo en uno de estos ritos. Así se ve en un foto titulada “Boda laica”, con el siguiente pie: “Los contrayentes, según ‘el derecho del nuevo orden revolucionario’, Eulogio del Pozo Bertoló y Carmen Gabriel Beixeda, con el actuario Antonio Gortazar Álvarez y el testigo José Gabriel, enviado especial de Crítica en la guerra civil española”.
  11.    8 de octubre, fechada el 26 de septiembre: “Los bombardeos de Madrid”. Habla de los entierros de milicianos, las bombas, la escasez de comida y las larguísimas colas, aunque destaca el buen humor de los madrileños. El “coraje insólito” de los habitantes y de los defensores de la ciudad convence a Gabriel que esta no será vencida. Aun así, la emoción dominante de la crónica es la tristeza, como si se tratase –aunque él no lo diga, no lo quiera reconocer– de un mundo condenado a morir: “Me daban tristeza hasta sus edificios sólidos, macizos, limpios, juguetones de ornato y de luz; me entristecían sus viejas coquetas, sus extranjeros achulados, sus muchachos piropeadores, sus muchachas extraordinariamente hermosas, de una hermosura algo afichesca, como para exhibirse siempre, pero extraordinaria al fin; me entristecían sus parejas acarameladas en el café, mimosas en la vía pública”. 
  12.    9 de octubre, fechada como la anterior el 26 de septiembre: “Lo de España no es ‘Perder o Ganar’ sino Existir o no Existir”. Cuenta su visita al Palacio Nacional, con el fin de solicitar una entrevista con el “camarada Jesús Hernández”, ministro de Justicia Pública, aunque “en realidad, descontaba lo que había de decirme. En estos momentos se puede hacer un reportaje a cualquier funcionario español sin verlo”. Sobre todo, deseaba entrevistarse con Azaña, pero recibió el permiso para hacerlo cuando ya abandonaba la ciudad. La crónica reflexiona sobre el intento de integrar partidos y sindicatos de distintas ideologías en un Consejo Nacional de Defensa y en los Consejos Regionales, y de superar el choque frontal entre socialistas y comunistas que “creen intempestivo hacer una revolución cuando hay que hacer la guerra”, y militantes anarquistas que defienden que “la guerra no puede hacerse eficazmente sin hacer la revolución”. Gabriel se atreve a aportar su punto de vista: “Mi opinión, no de hombre que ha vivido los ‘bureaux’ de los partidos, sino que ha estado en el frente, conversando con milicianos y con campesinos, es que, sea en total, sea en parte, habrá que ceder finalmente a las pretensiones de la C.N.T.”. De todos modos, su reflexión al respecto vuelve al dilema ya presente en el título de la crónica: “Es la discusión de siempre en España, entre marxistas (o que mal se llaman) y anarquistas; pero ahora parece hacer la conciencia de que no es una discusión teórica, sino práctica, viviente, de la que puede resultar, no perder o ganar el debate, sino existir o no existir”. La crónica se cierra con un apartado que regresa a Toledo, y relata la “fuerte impresión” que le provocó a Gabriel, en sus últimas horas en la ciudad, conversar con una mujer que tenía a un primo hermano y a su novio dentro del Alcázar, y que decía a los milicianos “entre sonriente y llorosa: ‘Pero, no mataréis soldaditos, ¿verdad?’”.


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Se podría agregar, a esta docena de crónicas, la entrevista “Jacinto Benavente habla para Crítica”, que se publica el 22 de noviembre de 1936, cuando Gabriel “acaba de regresar de España”. Benavente, ganador del premio Nobel en 1922, permaneció en Valencia a lo largo de la guerra sin apenas llegar a opinar sobre el conflicto y, cosa insólita, sin sentir la necesidad de hacerlo. A mediados de septiembre, a raíz seguramente del desprestigio internacional provocado por la muerte de Lorca, fuentes rebeldes divulgaron el bulo que Benavente había sido fusilado por los “rojos”, algo que se desmintió con la publicación en la prensa el 19 de ese mes de una carta de protesta por la muerte del granadino firmada por Benavente. El comienzo de la entrevista resulta, sin duda, extraño. El dramaturgo afirma que no cree que Lorca haya muerto fusilado: “¿Por qué lo iban a fusilar?”. Debían de haberlo matado por error. Cuando Gabriel le recuerda, como posibles motivos, el hecho de que su cuñado fuese el alcalde socialista de Granada o que hubiese manifestado en ocasiones simpatías comunistas, responde: “Vaya, pero no era nada de eso. García Lorca no había llegado al pueblo; era un señorito, que le gustaba la buena vida, detestaba las cosas de abajo, y hacía una literatura para capillas”. Cuando Gabriel insiste en que está equivocado, el joven secretario de Benavente se apresura a informarle que “Don Jacinto ha perdido algo el oído” y no lo escucha.
La reticencia y displicencia del entrevistador, que ya se despedía de España, es notoria. Un fragmento, de tintes homófobos, bastará para verlo:

     Ninguna presa más fácil que Benavente para la ironía. Quizás porque ha dedicado él tanto a los  demás, se le puede dedicar tanto a él. Puede hacérsele blanco de ironía y de sarcasmo [...]. Es fácil burlarse de su figurita de vieja, de sus erres zezeadas, de las señales de criada que va haciendo con los dedos para enumerar sus argumentos, de su risita de señor-conde que aparenta congraciarse con la servidumbre, pero está desando que se la saquen de delante. ¿A qué buscar un triunfo fácil? [...]
    –Usted y Unamuno –le digo– representaban en la generación del 98 dos posiciones, no opuestas pero diferentes.
     –Sí, es verdad...
     –¿Por qué Unamuno ha fallado ahora, cuando parecía que se realizaba lo que el 98 quería?
     –Hombre, a Unamuno hay que aceptarlo como es. Nosotros, los artistas, tenemos nuestro pensamiento y no podemos pensar como todos. No militamos en política.
     –En política de comité, acaso no; pero Unamuno, más que una posición de artista, tenía una pretensión de pensador de su pueblo.
     –Hombre, sí; pero siempre le ha gustado contradecir. Hace años lo trajeron a Madrid para que hablara contra la ley de jurisdicciones, que protegía de la crítica a los militares, y salió hablando en favor del militarismo. Otra vez, le llevaron los vascos para que ensalzase su nacionalismo, y les criticó. Es su costumbre, es su costumbre –y Benavente se ríe con su civilizada risa de compromiso que yo por civilizado también le tolero, pero que me causa dolor en las mandíbulas.

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¿Por qué regresó José Gabriel tan precipitadamente y sin aviso previo de España? ¿Será que Crítica perdió paciencia y confianza en su enviado especial después de que anunciara, el día antes de la caída del Alcázar, que los sitiados estaban perdidos? ¿Hería el orgullo del diario tener que publicar esa crónica –por otra parte, tan rica en su testimonio– cuando estaba ya más que consumada la derrota republicana en Toledo? 
     Puede ser. De todos modos, algunos meses más tarde, cuando Gabriel ya era blanco del ataque de muchos intelectuales antifascistas argentinos, empezó a consagrarse otra versión: fueron las autoridades españolas quienes lo obligaron a abandonar el país. Según el narrador comunista Raúl Larra, en un artículo titulado “Las opiniones de José Gabriel sobre el Frente Popular” y publicado en La Nueva España, el cronista fue expulsado de España “por inconducta y por afirmar que los milicianos carecían de decencia” (21 de febrero); en el mismo periódico, Leopoldo del Signo propuso otro motivo: “Él no predicaba ganar la guerra y después hacer lo demás, sino, primero la revolución y después ganar la guerra. Ni más ni menos que agravar al enfermo y luego querer curarlo. Y como los españoles tienen bastante criterio, cortaron el asunto expulsando al genio gabrielino” (“José Gabriel, el último gaucho”, 13 junio). (...)





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