"Hispanidad y Revolución: la vieja guardia del Modernismo ante la guerra civil española", de Niall Binns

(fragmento de un artículo publicado en la revista Estudios Filológicos, de la Universidad Austral de Chile)

¿Cómo reaccionaron las viejas glorias del modernismo ante la guerra civil española? Este artículo indaga en el posicionamiento político e ideológico de autores que fueron, en su momento, figuras importantes del movimiento modernista. En un primer instante, se analiza la actitud ante la guerra de dos de los grandes poetas del modernismo: Guillermo Valencia y Leopoldo Lugones. A continuación, se examina la reacción de tres exmodernistas hispanófilos: los novelistas Carlos Reyles y Enrique Larreta, y el peruano Felipe Sassone. Entre los antiguos modernistas que retenían en parte su espíritu revolucionario juvenil, se examinan las figuras de Manuel Ugarte, Alberto Ghiraldo, Alejandro Sux y Horacio Quiroga... Como colofón, se contempla el papel que tuvieron en el conflicto Manuel González Prada, José Martí y Rubén Darío, resucitados por sus herederos como partidarios, respectivamente, del anarquismo, de la República, y de Franco y la Hispanidad.

El centenario de la muerte de Rubén Darío ha invitado a repasar una vez más el legado del modernismo, volver a examinar no sólo la naturaleza transformadora de las propuestas del nicaragüense, su papel de “Libertador”, sino también la pervivencia de lo que fue su labor de renovación, una labor –en palabras de Borges, proferidas en el centenario de su nacimiento– que “no ha cesado y no cesará”. Darío lo había cambiado todo, había propulsado una alteración radical de las reglas de juego poéticas de la cual no existía vuelta atrás posible, pero era una liberación, desde luego, paradójica, porque lo cierto es que en 1967, al igual que en 2016, poco permanecía –poco permanece– de los vuelos ritmados y de esa ornamentación exquisita que tanto habían irritado al propio Borges en su juventud. 

No cabe duda respecto a la naturaleza revolucionaria del modernismo en el campo de la literatura y sobre todo la poesía de lengua española, pero no se limitó a un cambio estrictamente estético. La crítica –partiendo de los estudios de Ángel Rama (1970), Rafael Gutiérrez Girardot (1983) y Álvaro Salvador (1986)– ya ha asumido que Darío y los suyos encarnaron en su imaginería y musicalidad deslumbrantes una oposición estética a los estragos materialistas del positivismo y la chatura espiritual de las urbes latinoamericanas de finales del siglo XIX. Esta oposición, ceñida a la palabra escrita, no llevaba necesariamente a que el escritor se encerrase en su torre de marfil, y no sorprende que varios de los modernistas dirigieran su espíritu inconformista no sólo a una transformación en los dominios del arte sino también hacia formas embrionarias del socialismo y sobre todo hacia el anarquismo, ideologías que compartían –desde otro punto de vista– la misma hostilidad ante los reyes burgueses y el joven capitalismo americano. Este cruce de militancias estéticas, éticas y políticas, nacido acaso en 1897, en Bogotá y a la vez en Buenos Aires, y encapsulado en la noción de bohemia revolucionaria, conllevó contradicciones pero no siempre renuncias. En palabras de Marcela Croce: “Ni los ácratas prescindirán de las fábulas, moralejas y parábolas que impregnan su literatura con un discurso machacón, ni la que Borges llamara la tribu de Rubén se resistirá a ese catálogo exótico que se realimenta en las exposiciones universales que son la contracara del internacionalismo de los desposeídos voceado por los heraldos de la resistencia”. 

“Ir avanzando en los caminos de la vida y mantenerse como revolucionario, en una sociedad burguesa, es difícil”, afirmaba Salvador Allende en un texto –parte de un discurso que pronunció en México de 1972– que he incorporado como epígrafe a uno de los apartados de este trabajo. Difícil, pero no imposible. Así lo veremos, en algunos casos, al sacar a los modernistas de su hábitat finisecular o de comienzos del XX para proyectarlos –iconoclastas de antaño, sobrevivientes de una estética periclitada– al año 1936 y a unas circunstancias culturales y socioeconómicas dramáticamente distintas. El debate sobre España, tan nutrido en los años gloriosos de su juventud –entre el furor parnasiano, el “galicismo mental” y los “mil cachorros sueltos del León Español”–, resucitaría ahora en torno al mapa de una República Española trágicamente frustrada en su vocación reformista y escindida por el extremismo revolucionario.

1. La vuelta al orden 

Muchos jóvenes heréticos acaban convirtiéndose en viejos fanáticos, y muchos jóvenes revolucionarios acaban como viejos reaccionarios.                                                                                                                                                                                          Albert Einstein 
Seguían en pie, en 1936, dos de las viejas glorias del modernismo, poetas que en un lejanísimo pasado de euforia estética y libertaria habían coqueteado con la revolución pero que estaban, desde hacía tiempo, convertidos en dirigentes influyentes de los sectores más derechistas de la política de sus países respectivos. Me refiero a Guillermo Valencia (1873- 1943) y a Leopoldo Lugones (1874-1938). 

Al primero de ellos se debe “Anarkos”, un extenso poema, escrito en 1897 después de lecturas férvidas de Nietzsche y Bakunin, que retrataba con altisonante vuelo épico la sordidez de un mundo injusto pero al borde de la rebelión, enfocando sucesivamente a un “mísero can, hermano / de los parias”, a los mineros –“valientes campeones / que vertieron sus lágrimas / entre los socavones”– y a una “turba de profetas” –la “desventurada tribu” de pintores, escultores, músicos y poetas–, todos ellos soliviantados por una violencia libertaria traída desde Oriente por los “hijos de Anarkos”: 

¿Por qué se abren sus ojos
desmesuradamente?
¡Ah! si es que apunta con fulgores rojos
el astro de la sangre por Oriente.
Bajo el odio del viento y de la lluvia
por la rígida estepa se adelantan
los domadores de la Bestia rubia:
ya los perros sarnosos
se tornaron chacales. De ira ciego
el minero de ayer se precipita
sobre los tronos. Un airado fuego
entre sus manos trémulas palpita,
y sorda a la niñez, al llanto, al ruego,
¡ruge la tempestad de dinamita!
¡Son los hijos de Anarkos! Su mirada,
con reverberaciones de locura,
evoca ruinas y predice males:
parecen tigres de la Selva oscura
con nostalgias de víctima y juncales
El furioso caer de sus piquetas
en trizas torna la vetusta arcada
que erigieron al Bien nuestros mayores;
y por la red de las enormes grietas
va filtrando, con tintes de alborada,
un sol de juventud sus resplandores.

Anarkos” llegó a ser –en palabras de David Viñas– “tan popular en su momento como El tren expreso de Campoamor o ‘las golondrinas’ de Bécquer en otra etapa histórica”, consiguiendo, “al apelar a la serie de recursos del orador libertario, insólitas adhesiones masivas”. Ángel J. Cappelletti cita estas palabras de Viñas pero recuerda que en la obra de Valencia el poema es una excepción, y que en la mayoría de sus textos más célebres “no sólo no asoma para nada la genealogía libertaria de su musa sino más bien su condición de brillante huésped de un patriciado que tolera sus exotismos ideológicos”: 
Sus poesías están dedicadas a políticos, hacendados y monseñores. Y ¿cómo podría haber hecho otra cosa quien durante casi toda su vida fue diplomático o funcionario y dos veces candidato a la presidencia de la república? Anarkos no es más que un ejercicio de retórica a la moda del momento.
En el verano de 1936, el poeta y ex-candidato conservador a la presidencia de Colombia vivía en Popayán, tenía ya 62 años y era conocido popularmente como el “maestro Valencia”. Seguía siendo una figura política importante en su país y desde las páginas del semanario Claridad, dirigido por su hijo Guillermo León Valencia, se defendía ante sus rivales del diario conservador de Bogotá El Siglo, que habían trocado ese sobrenombre respetuoso por lo que él consideraba la “metáfora inadecuada” de “Júpiter tonante”, o ante los jóvenes irreverentes de un semanario enemigo de Popayán, Orientación Liberal, que cometieron la osadía de llamarlo “versificador latifundista” y “Júpiter feudal” de las letras colombianas. El viejo poeta se paseaba libremente por las páginas de Claridad, firmando editoriales y artículos con las iniciales “G.V.”, y mostrando una sintonía ideológica más que evidente con su hijo, que firmaba a su vez como “G.L.V.”. Los editoriales sin firma del semanario pueden atribuirse a ambos pero llevan a veces alusiones que remiten irremediablemente al poeta. Así, cuando en una misma página encontramos el artículo “Asesinatos en España”, traducido del francés por “G.V.” y comentado al lado en el editorial sin firma “Fúnebre lista”, parece más que probable que este sea del padre y no del hijo: “Qué laya de Saturno es este Frente popular que así devora a sus propios hijos?”, preguntaba, para pedir a continuación que “Dios permita que muy pronto el clarín anunciador de la definitiva victoria lleve hasta aquellos mártires la vengadora voz de su España reconquistada”. 

En un editorial del año siguiente, “G.V.” lamentó la muerte del capitán Luis Crespo Guzmán, un “héroe auténtico” e “hijo de Colombia” y de Popayán que se había alistado en la Legión extranjera y acababa de morir luchando en el País Vasco a favor de Franco...

(para seguir leyendo, véase "Hispanidad y Revolución...")


Comentarios