Ante la triste noticia del fallecimiento en Chile del poeta Nicanor Parra, reproducimos estos párrafos –del artículo "El escritor y su público. Del ‘discurso al alimón’ al monólogo dramático (Lorca, Neruda, Parra)", publicado en Anales de Literatura Chilena (2009)– sobre el impacto que tuvo sobre Parra, en su juventud, la guerra civil española y sobre todo la muerte de Federico García Lorca
En 1937, los dos poetas más leídos, venerados e imitados de la lengua eran ya Lorca y Neruda. Por un lado, la música popular y las deslumbrantes imágenes del Romancero gitano; por otro, el oscuro versolibrismo de Residencia en la tierra, que ahora se estaba convirtiendo en un exaltado versolibrismo militante. Esta hegemonía duraría años. Así lo lamentaría, a comienzos de los años cuarenta, el crítico argentino Ángel José Battistessa. No les costó a “nuestros muchachos” remedar a Lorca: “unos ángeles agitanados, alguna jaca moruna, un ¡ay! de peteneras, con sus cuchillos y sus peces, y ahí estaba el poema”; pero Neruda tampoco les supuso más problemas que “los muy cómodos de la reiteración y el remedo. De la noche a la mañana, bajo el signo profuso y ciertamente sugeridor del poeta chileno, un desasosiego cósmico ha venido a conturbar a estos risueños y despreocupados muchachos y, por largos meses, acaso por este último par de años, todo se les ha vuelto sobresalto visceral o nocturno y solitario planeo del alma”.
Oscar Castro |
Carlos Préndez Saldías |
Gonzalo Rojas |
EL LEGADO DE LORCA EN PARRA. EL ROMANCE Y EL MONÓLOGO DRAMÁTICO
edición de 1937, preparada en Santiago por María Zambrano |
En una antología que recoge textos de autores chilenos sobre la guerra civil española, Hernán Soto incluyó dos textos de Cancionero sin nombre, “Asesinato en el alba” y “El matador”, como “poemas inspirados en la muerte de García Lorca”. No creo que lo sean. Quisiera concluir hablando, precisamente, de “El matador”, el poema que abre el libro de Parra. Es un monólogo dramático en toda regla: es evidente desde el inicio que el que habla no es el autor; por otra parte, el hablante se dirige dentro del poema a otro personaje. El título podría, en principio, aludir tanto al mundo taurino de Lorca como al hecho de su fusilamiento. Pero el poema no explora ninguna de estas alternativas. El personaje que habla es un ser violento y delirante que anuncia, desde el comienzo, que va a matar un ángel: “Déjeme pasar, señora, / que voy a comerme un ángel, / con una rama de bronce / yo lo mataré en la calle. // No se asuste usted, señora, / que yo no he matado a nadie”. Hablar de Lorca muerto como un ángel no sería, desde luego, una novedad. Neruda, ya lo hemos visto, lo llamaba “el ángel de este momento de nuestra lengua”. Ahora bien, mucho más interesante es, me parece, leer este poema como una especie de arte poética, lo cual nos obliga a considerar algo que volverá a aparecer en muchos antipoemas posteriores. Para hacerlo, hay que revisar la no identificación que hemos visto entre el hablante y el autor implícito. En principio, resulta claro que el autor no puede respaldar las afirmaciones delirantes del personaje. Es decir: el que se dirige a la “señora” no es el autor. Toca matizar: no es el autor, pero más bien –en este caso– no lo es del todo. Lo que tenemos es, a mi juicio, una especie de máscara del autor, grotesca, deforme y notoriamente agresiva, parecida a la de poemas posteriores como “Autorretrato” y “Epitafio”, a la que advierte a sus lectores –en “La montaña rusa”– que bajarán de la antipoesía “echando sangre por boca y narices”, o bien a la del vanidoso anciano hambriento de premios de los Discursos de Sobremesa. En “El matador”, creo yo, en esta ambigüedad entre el es y no es el autor quien habla, se escuchan los primeros dolores de parto de la antipoesía. Escrito más de quince años antes de Poemas y antipoemas, puede leerse como una poética, como un anuncio temprano de esa iconoclastia desacralizadora, sobre todo si se toma en cuenta la forma del monólogo dramático. Porque ¿quién es esa señora a la que se dirige el personaje si no la Musa (una Musa, por cierto, escandalizada), guardiana del claustro sagrado de la poesía, donde revolotean felices las flores y los ángeles, los símbolos predilectos de Lorca?:
Deme un membrillo, señora,
que voy a morirme de hambre.
Por los helados galpones
llegaré hasta los altares,
con mi revólver de acacia
nadie podría atajarme.
No me mire usted, señora,
con esos ojos tan grandes.
Gritaré: ¡abajo las dalias!
y se asustarán Los Angeles,
con mis chicotes de mimbre
los corretearé a la calle.
No me mate usted, señora,
que yo no he matado a nadie.
Al más miedoso de todos
mi gilet voy a enterrarle,
por el obscuro cemento
correrá su fresca sangre.
Cállese, buena señora,
que yo no le callo a nadie.
Le atravesaré las sienes
con una espada de naipe,
regimientos de palomas
despertarán en su carne.
[...]
Dos sacerdotes de esperma
me matarán esta tarde,
por provocar a los santos,
por desorden en la calle,
por derramar en la iglesia
un litro y medio de sangre.
Así, escudado tras la máscara –como Neruda cinco años antes, en la Casa del Corregidor–, Parra entra peleando en el campo de la poesía, apoyándose en Lorca pero agrediéndolo a la vez, mordiendo la mano que le da de comer, dispuesto a arremeter contra todos y consciente, también, de la lucha que podrá desencadenar su atrevimiento. Es una lectura parcial. Termino, por tanto, con un matiz. Para interpretar el poema así, evidentemente –y es lo que suele ocurrir en casi todas las interpretaciones de Parra–, he tenido que mutilar lo que es, en el fondo, el rasgo central y realmente revolucionario de su obra: ese empleo sistemático del monólogo dramático, esa grieta abierta entre el hablante y el autor implícito por la que ha entrado, en la poesía chilena y para el público lector de la poesía chilena, el gran soplo crítico de la modernidad.
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