En estas semanas de julio se está conmemorando el 80 aniversario de la celebración del II Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura que se celebró en París, Barcelona, Valencia y Madrid en el mes de julio de 1937. Participaron en el mismo más de cien intelectuales y escritores que llegaron a una España en guerra, convocados con el indisimulado propósito de alertar a las potencias internacionales sobre las nefastas consecuencias que la política de no intervención en España estaba causando sobre la población. En España tuvieron una experiencia real de lo que significa vivir bajo los bombardeos aéreos y navales en ciudades que se habían convertido en blanco del ejército sublevado. Encontramos numerosos testimonios del paso de este gran grupo de intelectuales por España, ya que uno de los objetivos de la Asociación Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, que lo había organizado, con la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, era precisamente que los escritores congresistas dieran testimonio de sus experiencias en España y del sufrimiento del pueblo español bajo las bombas.
Manuel Aznar Soler, de la Universidad Autónoma de Barcelona, es el investigador que ha trabajado de forma más insistente sobre este II Congreso de escritores y ha publicado junto a Luis Mario Schneider varios libros desde 1978. Recién salido su monumental Diccionario bioblibiográfico de los escritores, editoriales y revistas del exilio republicano de 1939 (Sevilla, Renacimiento, 2017), en estos momentos está a punto de sacar una nueva recopilación de su estudio Materiales documentales del Segundo Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura. Valencia-Madrid-Barcelona-París,1937, publicado en A Coruña, Edicios do Castro en 2009, actualmente inencontrable, que conmemorará de forma adecuada este aniversario con la aportación de nuevos materiales a añadir a la ya importante colección.
Uno de los episodios menos conocidos pero no menos importantes de este viaje fue el paso por la localidad conquense de Minglanilla, justo en la frontera entre Castilla-La Mancha y Valencia, donde el convoy tenía planeado parar a almorzar. Diversas circunstancias y el retraso hicieron que en lugar de parar en la Venta de Contreras, parte o la totalidad de los treinta coches que circulaban en dirección a Madrid, finalmente se detuvieran en la vecina localidad de Minglanilla, donde fueron recibidos por su alcalde socialista Manuel Rivera, y agasajados con la poca comida que en esos momentos había en zona de guerra: tortilla de patatas, algo de jamón y pan.
Esta accidental e inesperada parada fue mucho más importante de lo que pudiera parecer para los integrantes de la expedición que pudieron, tras días de discursos oficiales y reuniones intelectuales entrar en contacto por primera vez con el pueblo español y con los numerosos refugiados que allí había procedentes de zonas de guerra como Extremadura y Madrid. Allí se produjeron escenas de gran emoción y dramatismo, cuando los escritores comenzaron a intercambiar sus palabras -muchas veces extranjeras- con las mujeres, los niños y los viejos, que componían en su mayoría la población de Minglanilla.
Un trabajo que recoge estos testimonios es el de nuestro investigador Niall Binns "Un descanso en el camino para los congresistas del 37: Minglanilla, lugar de epifanías" (República de las Letras, 107, mayo-junio 2008) en el que podemos leer cómo escritores como Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Stephen Spender, Elena Garro, Andrá Chanson o Juan Marinello, entre otros, evocan su paso por el pueblo y recuerdan específicamente haber llorado en Minglanilla. En palabras de Niall Binns:
¿Qué sucedió en Minglanilla? A mediodía llegó al pueblo la caravana de coches de los hambrientos, sedientos y acalorados congresistas, para la sorpresa del alcalde -que tuvo que encargarse de una comida de pan, tortilla y jamón, tan improvisada que algunos de los escritores tendrían que comer con los dedos- y para la sorpresa, también de las mujeres, los niños y los ancianos, algunos de ellos refugiados de Badajoz y Madrid, que poblaban Minglanilla, un pueblo cuyos hombres jóvenes estaban ausentes, luchando en el frente o muertos. Durante la comida, que tuvo lugar en el primer piso del Ayuntamiento, los congresistas oyeron de pronto cómo desde abajo en la plaza, los niños del pueblo se pusieron a cantarles el Himno de Riego y luego La Internacional. Asomándose al balcón, contemplaron emocionados los cantos y luego los bailes de los niños, y, después de la comida, antes de seguir el camino, tuvieron la oportunidad de mezclarse con los habitantes de Minglanilla. Éstos, deslumbrados por la visita de gente tan ilustre, y por gente para ellos tan pintoresca e inaudita como el coreano Se-U Ring Hai o el cubano Nicolás Guillén, empezaron a contarles sus traumáticas experiencias de la guerra y a pedirles ayuda para acabar con el conflicto. Sería el único contacto espontáneo con "el pueblo" durante los días del Congreso, y sería lo suficientemente intenso para que las barreras lingüísticas, brevemente, se derrumbaran. (pp. 66-67).
Hace cuarenta años, con motivo del Premio Cervantes, otorgado en su segunda edición a Alejo Carpentier en 1977, el novelista cubano viajó a Cuenca junto a algunos amigos y quiso volver a Minglanilla. El peridista Ramón Chao recuerda su relación con Alejo Carpentier y esta visita inopinada al pueblo en el que aprendió el heroísmo del pueblo español y desarrolló su compromiso como intelectual y como persona, como recuerda en varios de sus artículos y escritos:
Más tarde Carpentier quiso visitar Cuenca. Había estado allí cuarenta años antes con la Brigada Lincoln en compañía de Wifredo Lam, camino hacia el frente de Madrid, donde luchó sin saber disparar ni una escopeta. Allí fuimos un verano con Saura y Antonio Pérez. Estaba convencido de que Lam se había dejado allí muchos cuadros e intentó recuperarlos. De Cuenca nos trasladamos a Minglanilla, donde una campesina les había dicho a él, a Rafael Alberti, a Nicolás Guillen, a Octavio Paz, a Pablo Neruda, a los intelectuales que en 1937 iban de Valencia a Madrid para asistir al Congreso de Escritores Antifascistas: «¡Defiéndannos ustedes que saben leer y escribir!» Se le humedecían los ojos cuando lo recordaba.
(Cf. Ramón Chao, "Alejo Carpentier, real y maravilloso". Disponible en su Blog).
"Sirvió para algo el Congreso de Escritores Antifascistas de 1933?", se pregunta Niall Binns y se preguntaban muchos de los participantes de esa convocatoria de turismo de guerra. Como concluye, el paso por el pueblo de Minglanilla llenó de sentido el viaje de estos intelectuales que, de otra forma, tal vez se hubieran limitado a recordar escenas de un turismo bélico difícil de justificar y los privilegios de los intelectuales entre un pueblo que pasaba hambre y privaciones:
Lo que conocieron en el Congreso no habría cumplido, sin embargo, con las expectativas si no hubiese sido por una inesperada parada en el pueblo de Minglanilla, en la provincia de Cuenca. La complicadísima organización del Congreso -había, recuérdese, un centenar de invitados extranjeros procedentes de unos 28 países, la mayoría de ellos con un conocimiento precario o nulo del español- los maniató desde el comienzo a un programa intenso de sesiones de ponencias, y de comidas, cenas y visitas institucionales. Hubo poco tiempo y poca libertad para adquirir, como ellos hubiesen querido, un conocimiento más directo e íntimo de España. Además, al abandonar Valencia en dirección de Madrid, el día 5 de julio de 1937 por la mañana, ya estaban agotados después de sus largos y a veces larguísimos viajes desde el extranjero. El día anterior, recién llegados, habían participado en dos sesiones de ponencias de cuatro horas en el Ayuntamiento de Valencia; habían asistido a las diez y media de la noche a una representación de Mariana Pineda, dirigida por Manuel Altolaguirre y con Luis Cernuda en el papel de Don Pedro; despertados por las sirenas a las cuatro de la mañana, habían tenido que refugiarse en los sótanos de sus hoteles; por último, el equipaje de muchos de ellos no llegó a Valencia hasta el mismo momento de la salida para Madrid, y estar en un Congreso de intelectuales sin poder afeitarse y sin cambio de ropa resultaba traumático para más de uno.
Partieron, por fin, a las diez de la mañana del 5 de julio. "Hoy todos los caminos conducen a Madrid", diría el cubano Juan Marinello en esos días, y se preparaban todos para lo que sería, previsiblemente, la emoción culminante de su viaje: la llegada a la ciudad mártir, a la ciudad de la resistencia contra las armas alemanas e italianas de Franco, a la ciudad que ya era un símbolo en todo el mundo de la lucha antifascista. "Madrid is the heart", había dicho Auden, pero ese día el corazón de España, para los intelectuales, no iba a ser Madrid, sino el pueblo pobre, polvoriento pero pintoresco de Minglanilla.
"Si preguntáis -escribió Alejo Carpentier- a los ciento cincuenta escritores que asistieron a
este Congreso dónde sintieron, en España, su más intensa emoción, todos os responderán sin
vacilar: "¡En Minglanilla!".
Este 5 de julio de 2017 se ha podido conmemorar allí mismo el 80 aniversario del paso de estos intelectuales por la localidad conquense, que tanto impacto les causó. Un encuentro emocionante y necesario en el que han participado los profesores Manuel Aznar Soler, Niall Binns, Lorna Arroyo, Matías Barchino, Fidel García-Berlanga (autor también de un texto sobre este tema), Nicolás Hernández Guillén (presidente de la Fundación Nicolás Guillen de Cuba), junto a las autoridades locales y la gente del pueblo de Minglanilla.
Manuel Aznar Soler, de la Universidad Autónoma de Barcelona, es el investigador que ha trabajado de forma más insistente sobre este II Congreso de escritores y ha publicado junto a Luis Mario Schneider varios libros desde 1978. Recién salido su monumental Diccionario bioblibiográfico de los escritores, editoriales y revistas del exilio republicano de 1939 (Sevilla, Renacimiento, 2017), en estos momentos está a punto de sacar una nueva recopilación de su estudio Materiales documentales del Segundo Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura. Valencia-Madrid-Barcelona-París,
Uno de los episodios menos conocidos pero no menos importantes de este viaje fue el paso por la localidad conquense de Minglanilla, justo en la frontera entre Castilla-La Mancha y Valencia, donde el convoy tenía planeado parar a almorzar. Diversas circunstancias y el retraso hicieron que en lugar de parar en la Venta de Contreras, parte o la totalidad de los treinta coches que circulaban en dirección a Madrid, finalmente se detuvieran en la vecina localidad de Minglanilla, donde fueron recibidos por su alcalde socialista Manuel Rivera, y agasajados con la poca comida que en esos momentos había en zona de guerra: tortilla de patatas, algo de jamón y pan.
Esta accidental e inesperada parada fue mucho más importante de lo que pudiera parecer para los integrantes de la expedición que pudieron, tras días de discursos oficiales y reuniones intelectuales entrar en contacto por primera vez con el pueblo español y con los numerosos refugiados que allí había procedentes de zonas de guerra como Extremadura y Madrid. Allí se produjeron escenas de gran emoción y dramatismo, cuando los escritores comenzaron a intercambiar sus palabras -muchas veces extranjeras- con las mujeres, los niños y los viejos, que componían en su mayoría la población de Minglanilla.
Un trabajo que recoge estos testimonios es el de nuestro investigador Niall Binns "Un descanso en el camino para los congresistas del 37: Minglanilla, lugar de epifanías" (República de las Letras, 107, mayo-junio 2008) en el que podemos leer cómo escritores como Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Stephen Spender, Elena Garro, Andrá Chanson o Juan Marinello, entre otros, evocan su paso por el pueblo y recuerdan específicamente haber llorado en Minglanilla. En palabras de Niall Binns:
¿Qué sucedió en Minglanilla? A mediodía llegó al pueblo la caravana de coches de los hambrientos, sedientos y acalorados congresistas, para la sorpresa del alcalde -que tuvo que encargarse de una comida de pan, tortilla y jamón, tan improvisada que algunos de los escritores tendrían que comer con los dedos- y para la sorpresa, también de las mujeres, los niños y los ancianos, algunos de ellos refugiados de Badajoz y Madrid, que poblaban Minglanilla, un pueblo cuyos hombres jóvenes estaban ausentes, luchando en el frente o muertos. Durante la comida, que tuvo lugar en el primer piso del Ayuntamiento, los congresistas oyeron de pronto cómo desde abajo en la plaza, los niños del pueblo se pusieron a cantarles el Himno de Riego y luego La Internacional. Asomándose al balcón, contemplaron emocionados los cantos y luego los bailes de los niños, y, después de la comida, antes de seguir el camino, tuvieron la oportunidad de mezclarse con los habitantes de Minglanilla. Éstos, deslumbrados por la visita de gente tan ilustre, y por gente para ellos tan pintoresca e inaudita como el coreano Se-U Ring Hai o el cubano Nicolás Guillén, empezaron a contarles sus traumáticas experiencias de la guerra y a pedirles ayuda para acabar con el conflicto. Sería el único contacto espontáneo con "el pueblo" durante los días del Congreso, y sería lo suficientemente intenso para que las barreras lingüísticas, brevemente, se derrumbaran. (pp. 66-67).
Hace cuarenta años, con motivo del Premio Cervantes, otorgado en su segunda edición a Alejo Carpentier en 1977, el novelista cubano viajó a Cuenca junto a algunos amigos y quiso volver a Minglanilla. El peridista Ramón Chao recuerda su relación con Alejo Carpentier y esta visita inopinada al pueblo en el que aprendió el heroísmo del pueblo español y desarrolló su compromiso como intelectual y como persona, como recuerda en varios de sus artículos y escritos:
Más tarde Carpentier quiso visitar Cuenca. Había estado allí cuarenta años antes con la Brigada Lincoln en compañía de Wifredo Lam, camino hacia el frente de Madrid, donde luchó sin saber disparar ni una escopeta. Allí fuimos un verano con Saura y Antonio Pérez. Estaba convencido de que Lam se había dejado allí muchos cuadros e intentó recuperarlos. De Cuenca nos trasladamos a Minglanilla, donde una campesina les había dicho a él, a Rafael Alberti, a Nicolás Guillen, a Octavio Paz, a Pablo Neruda, a los intelectuales que en 1937 iban de Valencia a Madrid para asistir al Congreso de Escritores Antifascistas: «¡Defiéndannos ustedes que saben leer y escribir!» Se le humedecían los ojos cuando lo recordaba.
(Cf. Ramón Chao, "Alejo Carpentier, real y maravilloso". Disponible en su Blog).
"Sirvió para algo el Congreso de Escritores Antifascistas de 1933?", se pregunta Niall Binns y se preguntaban muchos de los participantes de esa convocatoria de turismo de guerra. Como concluye, el paso por el pueblo de Minglanilla llenó de sentido el viaje de estos intelectuales que, de otra forma, tal vez se hubieran limitado a recordar escenas de un turismo bélico difícil de justificar y los privilegios de los intelectuales entre un pueblo que pasaba hambre y privaciones:
Lo que conocieron en el Congreso no habría cumplido, sin embargo, con las expectativas si no hubiese sido por una inesperada parada en el pueblo de Minglanilla, en la provincia de Cuenca. La complicadísima organización del Congreso -había, recuérdese, un centenar de invitados extranjeros procedentes de unos 28 países, la mayoría de ellos con un conocimiento precario o nulo del español- los maniató desde el comienzo a un programa intenso de sesiones de ponencias, y de comidas, cenas y visitas institucionales. Hubo poco tiempo y poca libertad para adquirir, como ellos hubiesen querido, un conocimiento más directo e íntimo de España. Además, al abandonar Valencia en dirección de Madrid, el día 5 de julio de 1937 por la mañana, ya estaban agotados después de sus largos y a veces larguísimos viajes desde el extranjero. El día anterior, recién llegados, habían participado en dos sesiones de ponencias de cuatro horas en el Ayuntamiento de Valencia; habían asistido a las diez y media de la noche a una representación de Mariana Pineda, dirigida por Manuel Altolaguirre y con Luis Cernuda en el papel de Don Pedro; despertados por las sirenas a las cuatro de la mañana, habían tenido que refugiarse en los sótanos de sus hoteles; por último, el equipaje de muchos de ellos no llegó a Valencia hasta el mismo momento de la salida para Madrid, y estar en un Congreso de intelectuales sin poder afeitarse y sin cambio de ropa resultaba traumático para más de uno.
Partieron, por fin, a las diez de la mañana del 5 de julio. "Hoy todos los caminos conducen a Madrid", diría el cubano Juan Marinello en esos días, y se preparaban todos para lo que sería, previsiblemente, la emoción culminante de su viaje: la llegada a la ciudad mártir, a la ciudad de la resistencia contra las armas alemanas e italianas de Franco, a la ciudad que ya era un símbolo en todo el mundo de la lucha antifascista. "Madrid is the heart", había dicho Auden, pero ese día el corazón de España, para los intelectuales, no iba a ser Madrid, sino el pueblo pobre, polvoriento pero pintoresco de Minglanilla.
"Si preguntáis -escribió Alejo Carpentier- a los ciento cincuenta escritores que asistieron a
este Congreso dónde sintieron, en España, su más intensa emoción, todos os responderán sin
vacilar: "¡En Minglanilla!".
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