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"Kim" Philby |
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Dick Sheepshanks |
El 2 de marzo de 1938, el periodista Harold
A. Philby fue condecorado en Burgos, por el propio Generalísimo Francisco
Franco, con la “Cruz Roja al Mérito Militar”. Este filosfascista
de 25 años de edad, miembro de la Hermandad Anglo-Alemana y corresponsal de The Times, era en realidad el doble agente "Kim" Philby,
que trabajaba a la vez por MI6 y por el NKVD soviético, y 25 años más tarde se haría
célebre, después de su deserción a Moscú, como uno de los cinco grandes espías de Cambridge.
En diciembre de 1937, en el pueblo de
Caude, mientras viajaba desde Zaragoza con otros periodistas para cubrir la
lucha de las tropas
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Edward J. Neil |
franquistas por defender Teruel, el coche de Philby fue alcanzado por
un obús republicano. Bradish Johnson, de la revista estadounidense Newsweek, murió en el acto; Ernest "Dick" Sheepshanks, de Reuters, y
Edward J. Neil de Associated Press fueron heridos de muerte; Philby, por su
parte, emergió del ataque con leves heridas en la cabeza y la muñeca.
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Philby, a la derecha, con la cabeza vendada después del ataque |
La edición sevillana de ABC del 3 de marzo celebraría la
condecoración de Philby en un breve artículo titulado “Periodista inglés
condecorado por el jefe del Estado”. Allí relataba la historia –o la versión “oficial”,
al menos– del periplo español del periodista inglés:
Este amigo de España vino
a nuestra Patria en febrero de 1937 para pasar aquí sus vacaciones, que
terminaban en abril del mismo año. Enamorado de nuestro país, The Times le concedió continuar entre nosotros
y fue nombrado por el gran diario londinense su corresponsal en la España
nacional.
Desde
entonces Philby no ha cesado en su interesante trabajo informativo. Hizo toda
la campaña del Norte, y al trasladarse al frente de Caudé, cerca de Teruel, fue
herido al lanzarse en socorro de sus compañeros, alcanzados de muerte por una
granada de los rojos, mereciendo la alta recompensa que nuestro Generalísimo le
ha impuesto hoy.
Philby
salió milagrosamente con vida de dicho episodio que causó la muerte a sus tres
compañeros antes mencionados.
Philby
habla de nuestra España con verdadero entusiasmo. Todo le merece admiración.
Nuestros soldados son para él insuperables, la organización de retaguardia,
donde nada falta, en la cual la vida se desliza con la facilidad de una nación
en plena paz, le asombra.
La noticia sobre Philby y los corresponsales muertos era ya conocida en Buenos Aires, donde Roberto Arlt ofrecería un homenaje a los corresponsales en un texto titulado “Al margen del cable. También los periodistas”, publicado el 4 de enero de 1938 en el diario El Mundo:
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Roberto Arlt |
Cuántas veces con [José P.] Sadi, nuestro cronista de guerra, a su regreso de las trincheras, conversamos de los caminos de España y del horror de los bombardeos. Él con la pipa humeando en el cuenco de la mano; yo con un cigarrillo entre los dedos. Recuerdos comunes, paisajes vistos. Madrid, Granada, Zaragoza, la Casa de Campo, la Alhambra...
Ahora, frente a la máquina de escribir, el blanco del papel se extiende ante mis ojos, como una alucinación, en una llanura nevada. La llanura de Teruel. Nieve. Frío. Podría estar yo allí. Podría estar Sadi en esta comitiva de automóviles que van cargados de periodistas hacia Teruel. Entrecierro los ojos; dejo de escribir... Podríamos estar allí cualesquiera de nosotros...
El automóvil corre por el camino de nieve. Tras del parabrisas ahumado de neblina, barbudos rostros de hombres con gorras orejeras y un palo de tabaco consumiéndose entre los dientes.
El auto corre, levantando a lo largo del camino montículos de tierra alcanforada de nieve. Montañitas violetas recortan el cielo, donde palidece un sol de invierno. Es la una de la tarde.
A veces uno de los cuatro hombres del automóvil vuelve la cabeza y mira allá, en un recodo del camino, a otro automóvil que les sigue. Son camaradas. En aquel coche vienen el corresponsal de la United Press, un francés de barbita y un oficial nacionalista.
Tras de las gafas, los del segundo coche se sonríen, pensando en la barbita del francés. Tras de las gafas los del primer coche se sonríen.
Mucho más atrás aún vienen otros tres coches. Pero sus hombres se han retrasado almorzando.
Míster Sheepshanks, míster Neil, míster Phylby [sic] y míster Bradish Johnson conversan de la guerra.
Míster Neil, al volante del automóvil, chupa su cigarro y dice:
–Antes de la guerra éstos eran campos de azafrán...
(...)
Los cuatro “místers” fuman. De pronto míster Phylby arroja su cigarro y anuncia gravemente:
–No fumaré más. Es dañoso para la salud.
En el horizonte los truenos retumban más cercanos. La nieve refleja un sol de azufre. Pálido y remoto.
–Convengo con usted que el tabaco es dañoso para la salud –afirma míster Bradish–. Cuando yo dejo de fumar aumento en tres meses siete kilos...
Míster Neil sonríe irónicamente y no aparta la mirada del camino nevado que corre a lo largo de pequeñas montañas violetas. Y en un recodo aparece nuevamente otro convoy de ambulancias. La nieve se tiñe de escarlata. Los hombres del automóvil vuelven la cabeza. Míster Neil murmura:
–¿Será cierto que han entrado en Teruel?
–No lo hubieran anunciado –afirma míster Sheepshanks...
–El cañoneo es demasiado intenso para pertenecer a una resistencia en retirada.
En medio de la llanura de nieve yace un tanque desfondado, y el rostro de míster Neil está cada vez más grave. Vuelve la cabeza. A cinco metros de distancia avanza el automóvil donde viene un compañero de la United Press, otro de un diario francés y un oficial nacionalista. Y simultáneamente los cuatro hombres piensan que el camarada de la United Press no debe venir muy divertido con el francés de barbita, que es corresponsal de la “Acción Francesa”.
El cañoneo es más próximo y duro. Neil cavila. El suelo está marcado de rayaduras de proyectiles.
Neil va a decir algo... Un volcán se abre ante sus ojos y el estampido le vuela los tímpanos fuera de la cabeza. El coche gira sobre sí mismo y se tumba a un costado. En su interior hay cuatro hombres despanzurrados, desangrándose.
Son cuatro periodistas que iban en busca de noticias, que nosotros leemos plácidamente cuando viajamos en el tranvía o arrimados al mármol, en la mesa, durante la hora del almuerzo.
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