Pablo Neruda |
El 11 de octubre de 1937, Pablo Neruda
llegó a Valparaíso, después de tres años de intensas vivencias en España, junto
con Delia del Carril, Raúl González Tuñón y Amparo Mom. Su regreso a tierras
chilenas provocó una auténtica conmoción en el campo intelectual, como se puede
percibir del homenaje organizado por la Sociedad de Escritores y el P.E.N. Club
para el sábado 23 de ese mes, en el restaurante de la Quinta Normal de
Santiago.
Más
de doscientas personas acudieron para festejar tanto a Neruda como a González
Tuñón, que cuatro meses antes habían participado juntos en España en el II
Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Pronunciaron
discursos de bienvenida Joaquín Edwards Bello, Julio Barrenechea, Alberto Romero (que también participó en ese Congreso) y Rubén Azócar, pero el texto
más llamativo –reproducido en el diario Frente
Popular– correspondería a la novelista Marta Brunet, que celebraba a Neruda
como un poeta, curtido por sus experiencias españolas, que había vuelto a Chile
para asumir el liderazgo en un campo intelectual ya comprometido en su propia
lucha contra el fascismo y en defensa de la cultura:
Un día nos llegó del Sur, adolescente cargado de piedrecitas maravillosas, gemas de su paisaje sureño, bien pulidas por la emoción y dispuestas en el verso como imágenes deslumbradoras. Traía además su corazón grande como casa campesina y si unos supieron que un poeta nos había nacido para gozo definitivo, otros supieron que, a más de su don de poeta, nos traída su don de cordialidad, puerta abierta de buen amigo.
Marta Brunet |
Un viento aventurero lo echó por los mares y rumbo al occidente ancló en ese otro lado, en ese más allá del límite racial, en la India taumaturga y desconocida. Vivió a la sombra de los templos y de las aguas sagradas, en las islas de lapislázuli y de máscaras sacerdotales y abracadabrantes.
La piedra preciosa de su verso se hizo entonces más fúlgida, pero en ella pareció cuajarse un misterio y para los iniciados en la pura belleza mostró su engarzadura solamente. Hubo rostros de felices y hubo rostros torvos a su alrededor. Bueno: no importa. Nos volvió a la Patria, siempre el gran muchacho y antes de partir de nuevo nos dejó el regalo de su Residencia en la tierra. Lo llamaban otras perspectivas y allá se fue, por la América y la Europa, dejando siempre tras de sí ese puñado de amigos, de amigos para siempre, en esa atmósfera caldeada por entusiasmos y generosidades que es la suya. Lo ha logrado todo a cambio de su verso y de su hombría, lo mayor que al artista puede aspirar en éxito y de nuevo está con nosotros, tan igual al primero que nos llegó de su provincia, tan adherido a nuestra admiración y a nuestro corazón.
Pero un acento se marca en él, no nuevo, pero sí con mayor insistencia y es aquel que adquiriera en la profunda y total convivencia con la España ardida, en que se defiende una ideología que es la nuestra, contra traidores e invasores, unidos por igual saña destructiva de cultura. Un acento que cada cual de nosotros ha oído y al cual todos, todos estamos dispuestos a obedecer, porque es el mandato de una verdad, dolorosa de nacer, que costará, como todo parto, sacrificio y sangre, pero que al fin sí, seguramente, ha de ser el alba de esa humanidad liberada que todos ansiamos.
Por todo lo que Pablo significa, estamos aquí unidos, junto al poeta enorme, al amigo de firme sentimiento, al hombre que nos indica un camino. Escritores, periodistas, compañeros. Y para él, lo mejor en este momento será decirle que su estampa, vieja en nuestra ternura, será no solo la estampa desde ahora del poeta y el amigo, sino que del hombre junto al cual nos agrupamos, firmes, conscientes, formando la barrera de ese “No han de Pasar” que al fin ha de ser la vencedora.
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