(Inicio de la introducción "Dolor de España. Intelectuales argentinos y la guerra civil española", por Niall Binns)
No habrá español, en Buenos Aires y en el
resto del país, que no se haya sentido instintivamente movilizado en sus
impulsos más apasionados por uno de los dos grandes frentes que dividen a
España; pero no habrá tampoco, en la Capital y en el resto de la nación,
argentino que al lamentar la desgracia de este desgarramiento, desde la cumbre
de su horror, no deje de sentir la trágica grandeza de la raza en el combate
que no termina.
“El drama de España”, El Mundo, 24 de julio de 1936
Una década infame
El crack de 1929 clausuró, en
Argentina, una larga época de bonanza económica, de conquistas sociales como el
sufragio secreto y obligatorio para hombres (1912) y la Reforma Universitaria (1918),
y de una ebullición cultural que había alcanzado su esplendor en los primeros
años veinte con revistas como Proa, Prisma y Martín Fierro y con la aparición en el campo literario de jóvenes como
Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Roberto Arlt y Raúl González Tuñón.
Catorce años de radicalismo llegaron a su fin, el día 6 de septiembre de 1930,
cuando el general José Félix Uriburu derrocó el gobierno constitucional
presidido por Hipólito Yrigoyen. La dictadura nacionalista de Uriburu falló en
sus pretensiones totalitarias pero dejó instalados unos mecanismos de fraude
electoral que llevarían a la presidencia al general Agustín P. Justo en febrero
de 1932, y luego, a partir de febrero de 1938, a Roberto M. Ortiz. El
hundimiento de la economía y el simulacro de democracia, cuyas reglas de juego
terminaron por ser aceptadas como ineludibles por casi todos los sectores
políticos, provocaron en la gente una apatía “generalizada y fatalista”, que
estaba basada “en el hecho de que, sin tener en cuenta cómo votaba la mayoría,
siempre ganaba el candidato oficial y, sin tener en cuenta cuántos escándalos
se descubrían, nunca se castigaba a los culpables. Nada parecía reactivar ya a
los argentinos. Su última explosión de engagement
político ocurrió durante la guerra civil española” (Navarro Gerassi, p. 85).
Para Maryse Navarro Gerassi, es plausible relacionar este malestar y sensación
de impotencia con la oleada de suicidios que vivió Argentina a finales de la
década: el 19 de febrero de 1937, en Buenos Aires, el narrador Horacio Quiroga;
el 18 de febrero de 1938, en Tigre, el poeta Leopoldo Lugones; el 25 de octubre
de 1938, en Mar del Plata, la poeta Alfonsina Storni; el 5 de enero de 1939, en
Buenos Aires, el carismático ex senador Lisandro de la Torre; el 26 de julio de
1940, en un hotel de Barcelona, el poeta y narrador Enrique Méndez Calzada.
Era, según la expresión acuñada por el historiador José Luis Torres, una
“década infame”; algo así como la “low, dishonest decade” denunciada por el
poeta inglés W. H. Auden en un poema escrito el mismo día en que los ejércitos
de Hitler invadieron Polonia.
Los
vanguardistas de los años veinte tenían la sensación de estar conquistando
nuevos terrenos para la literatura y el arte, nuevos modos de expresión, nuevas
formas de abordar los desafíos de la modernidad urbana. Los retos culturales de
los treinta eran otros. Oliverio Girondo clausuró la época de la vanguardia
estética con su libro Espantapájaros,
publicado en 1932. La década infame se prestaba menos al experimentalismo
formal que a una literatura de ideas, menos a la euforia cosmopolita que a la
conciencia angustiada del descalabro de las grandes potencias democráticas y a
nuevas búsquedas de la identidad nacional y americana. No es extraño que
algunas de las obras maestras de los años treinta sean cuestionamientos
ensayísticos sobre la identidad argentina: es el caso de libros como El hombre que está solo y espera (1931)
de Raúl Scalibrini Ortiz, Radiografía de la
pampa (1933) de Ezequiel Martínez Estrada e Historia de una pasión argentina (1937) de Eduardo Mallea. Mientras
que la revista Sur, fundada por
Victoria Ocampo en 1931, dio un impulso notable a esta escritura ensayística
preocupada por la identidad americana, luchó también para mantener vivas las
redes internacionales del pensamiento liberal, mientras que otros
intelectuales, radicalizados ideológicamente ante la crisis del liberalismo
democrático, se incorporaron a nuevas redes dictadas por el antifascismo y el
anticomunismo. Surgió, así, una notable politización del ensayo. Es el caso de
la extensa obra del marxista Aníbal Ponce, y de una serie de libros escritos
por nacionalistas y simpatizantes del fascismo europeo: La inquietud de esta hora (1934) de Carlos Ibarguren, presidente de
la Academia Argentina de Letras; Este
pueblo necesita de Manuel Gálvez; y Catalina.
Contra la oligarquía (1935) y La
historia falsificada (1939) de Ernesto Palacio. La narrativa y la poesía
también se cargaron de ideas e ideología durante los años treinta. Es notorio
en el caso de novelas como Fiesta en
noviembre de Mallea y Hombres en
soledad de Gálvez, ambas de 1938. El silencio poético de Borges y de Girondo,
a partir de 1932, convivía con la politización de antiguos compañeros de
fatigas de los años veinte: entre la prosa no ficcional y la poesía, Cayetano
Córdova Iturburu y Raúl González Tuñón eran las voces más pujantes en la
defensa de una literatura revolucionaria, plenamente comprometida con las
luchas de su época.
La guerra civil española aterrizó en la sociedad y en el campo intelectual de
Argentina, efectivamente –así lo señalaba Navarro Gerassi–, como una
“explosión”. Hasta escasos años antes, eran pocos los escritores argentinos
–Gálvez, Ricardo Rojas, Arturo Capdevila– que se preocuparan por España, que
parecía anclada en sus tradiciones y sus disputas de siempre, hasta que el
abandono del país por Alfonso XIII dio lugar a la proclamación de la República
en abril de 1931. La vasta colonia española de Argentina siguió los
acontecimientos peninsulares con fervorosa atención, pero no hacía falta tener
sangre española para sentir ese fervor. España, a partir de entonces, se convirtió
en un esbozo de lo que podría ser Argentina: un país moderno y democrático,
forjado a contracorriente en tiempos malos para la democracia; o bien, desde la
perspectiva contraria, un país entregado a la voluntad popular y a merced de
las intrigas moscovitas. Las noticias de la guerra civil estremecieron la Argentina
entera. Las numerosas páginas dedicadas al conflicto por todos los periódicos
argentinos ofrecen un testimonio del alcance de ese estremecimiento, que
seguiría en pie durante los casi tres años que duró el conflicto. Durante las
primeras semanas, e intermitentemente en los momentos de mayor tensión de la
guerra, multitudes de ciudadanos se congregaban en torno a la redacción de los
grandes diarios para recibir las últimas novedades. “Interesa vivamente la
Revolución española” reza el titular del diario cordobés La Voz del Interior del 24 de julio de 1936, al tiempo que muestra
una imagen de centenares de personas reunidas en torno a las pizarras del
periódico, “desde las cuales y periódicamente, proporcionamos las novedades
noticiosas a medida que las mismas se van produciendo”. Puntualiza la nota que
los hechos interesan vivamente “no solamente a los sectores ligados a la
colectividad española, sino también a todos los ciudadanos”. Este tipo de
fotografía se repetía en muchos de los periódicos del país. Argentina vivía la
guerra como si fuese suya.
En el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, hay
una escultura en bronce de Antonio Silvestre Sibellino que lleva como título
“Dolor de España” (1939). Representa a un hombre, sentado en una silla, con el
torso retorcido por el dolor. El título es, evidentemente, ambiguo: la figura
puede interpretarse como una alegoría humana de la España sufriente, pero mucho
más convincente –sobre todo porque la figura está sentada, y porque de la
cintura a los pies aparenta tranquilidad– es ver en ella una representación
mitad realista mitad expresionista del dolor sufrido a causa de España
por los que vivían la guerra como si fuese en carne viva, siguiendo con desesperante impotencia, desde la sedentaria calma de sus escritorios
en la lejana retaguardia argentina, la larga letanía de batallas, bombardeos y
muerte. Los intelectuales argentinos, tomando partido con furia vociferante,
respondieron a ese dolor de España con una amplísima, casi inabarcable
producción de ensayos, poemas, narraciones y obras dramáticas. Muchos viajaron
a España y enviaron a casa textos testimoniales cargados de asombro y emoción.
Para casi todos, más allá del bando que apoyaban, España era otra vez la madre
patria, una madre que se desangraba en el prolongado y brutal parto de su
futuro.
En las páginas de este libro, de
esta extensa galería de autores y textos, se encontrarán casi todas las figuras
importantes de la literatura argentina de la época. Hay, también, editoriales tomadas
de los principales periódicos y revistas, actores fundamentales en lo que se ha
llamado la primera guerra mediática de la historia. Este libro pretende
radiografiar el campo intelectual argentino en los instantes, en plena década
infame, en que estalló la guerra civil española. (...)
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