(fragmento de la introducción "En defensa de la Madre España. Los intelectuales ecuatorianos y la guerra civil española", por Niall Binns)
Algo cambió en las relaciones entre España y sus
antiguas colonias americanas a partir de la llegada de la República en 1931. En
torno a la rancia institución de la Monarquía borbónica flotaban todavía los
deshilachados sueños de imperio, los desvaídos recuerdos de una grandeza largo
tiempo desaparecida. La
República significó un baño de modernidad para España y dio
lugar a un nuevo trato con los países hispanoamericanos: en términos de
igualdad, fraternales, y sin el paternalismo y las tensiones de antes. El
artículo 24 de la nueva Constitución llegaba a ofrecer la ciudadanía a los
hispanoamericanos y los brasileños “cuando así lo soliciten y residan en
territorio español, sin que pierdan ni modifiquen, su ciudadanía de origen”. Por
otra parte, muchas de las reformas ensayadas por la República –reforma
agraria, mayor control del estado sobre el ejército, limitación de los poderes
religiosos, reforma educativa– permitían que España se convirtiera, en una
década de grandes dificultades socioeconómicas en todo Occidente, en un modelo
democrático para la izquierda y para muchos liberales hispanoamericanos. Al
mismo tiempo, previsiblemente, fue observada con recelos y como un modelo
pernicioso y potencialmente peligroso por parte de conservadores y católicos. Estos
entusiasmos y fervores, por supuesto, se magnificaron después del 18 de julio
de 1936.
Unos pocos ecuatorianos vivieron en
carne propia la guerra, y surgen de sus experiencias algunos de los textos más
apasionantes de este libro: es el caso de una becaria anónima que veraneaba
en Galicia al comienzo de la guerra, del vice-cónsul en Barcelona Carlos
Alberto Muñoz, del cronista “Tupac Amaru” (Enrique Garcés) –que cuenta, sobre
todo, las semillas del conflicto inminente en los últimos años de la República –, del
brigadista internacional y futuro político Carlos Guevara Moreno, del jesuita
Carlos Vela Monsalve y del gran novelista del Grupo de Guayaquil Demetrio
Aguilera-Malta. Ahora bien, no hacía falta ser testigo directo de la guerra
para sentirla con dolor, con pasión y con una virulenta indignación. Hasta
julio de 1936, dice Alfredo Pérez Guerrero, “contemplábamos, como espectadores
refinados y cultos, los diversos dramas y sainetes del escenario europeo”, pero
éstos agitaban sólo “la superficie de nuestra intelectualidad”, sin provocar
más que una “pasajera emoción”. Con la guerra civil, sin embargo, ya no se
trataba de “cosas de casa ajena” para los ecuatorianos: “he aquí que, de
pronto, desaparecen las bambalinas, decoraciones, oropeles y discursos, y surge
algo real y tremendo, que ya no podemos mirar con imparcialidad curiosa y
benévola de espectadores, ni dejar de ver tampoco escabullendo nuestra
sensibilidad y nuestro pensamiento”. Porque “la tragedia española es tragedia
nuestra”, sentencia (El Día, 21
noviembre 1936). Muchos intelectuales
hicieron hincapié en la intensidad del dolor que les inspiraba la guerra, que
les hacía vivirla casi como una experiencia propia: “Aquí estamos, con la oreja
apegada a la tierra, / oyendo cómo tinieblas”, escribe Alejandro Carrión en “Aquí,
España nuestra!”, mientras que en “España de los trabajadores”, de Manuel
Agustín Aguirre, la sangre de España “empapa los insomnios de estas noches de
plomo”, y Aurora Estrada y Ayala, en su poema dedicado a las madres de los
niños muertos en los bombardeos aéreos, habla del “sabor amargo” en la boca, de
una “angustia sin palabras” y del llanto que “hoi vuelve a cavarnos surcos en
la cara, / más amargo y ardiente, / más corrosivo aún, / porque el martirio de
vuestros hijos / nos hiere en la raíz de la Vida / i golpea en nuestra sangre de
trabajadoras!”
Este
dolor se convierte en compasión, a veces, pero también en rabia contra el
enemigo, contra los perpetradores de tanta destrucción. Muchos poetas y
cronistas –como G. Humberto Mata– cargan las tintas de su sarcasmo contra el
enemigo “fascista”, aunque el curso de la guerra –una sucesión de derrotas para
los republicanos, a pesar de las rimbombantes declaraciones de grandes
triunfos, algunos falsos o soñados, otros simplemente efímeros, en las que se
especializaba la propaganda gubernamental– ofrecía la ironía despreciativa como
un arma más eficaz para los que apoyaban a Franco. Allí están los textos de
Felipe V. Carbo sobre el optimismo republicano –contra todas las evidencias–
como una buena “terapéutica” para los neuróticos y los “candidatos al suicidio”,
la sorna de Isidoro Millán sobre los “émulos de Pirro”, y el ingenio de
aristócrata andaluz de Alfonso Ruiz de Grijalba, cuando juega con el desafiante
“¡No pasarán!” de los que no dejan de huir, o cuando ridiculiza con sus juegos
de palabras a dirigentes como Manuel Azaña y el odiado republicano católico
Ángel Ossorio y Gallardo.
Más
allá del dolor, de la compasión, del odio y de la sorna, latía debajo del
fervor y la violencia verbal una sensación de impotencia. ¿Para qué servía,
hasta qué punto cambiaba las cosas tanta palabra de adhesión, tanta
grandilocuencia? Hubo intelectuales extranjeros que viajaron a España para
luchar: ahí están los casos del cubano Pablo de la Torriente Brau ,
muerto en Majadahonda en diciembre de 1936, del francés André Malraux, de los
ingleses John Cornford y George Orwell, de los alemanes Ludwig Renn y Gustav
Regler y del holandés Jef Last. La lejanía de Ecuador y la situación económica
dificultaban, evidentemente, cualquier impulso en este sentido. Se hacía, por
tanto, lo que se podía, “pero la tarea efectiva no se ha cumplido aún. Nadie ha
querido hacer lo que debía”, aseveraba Jorge Reyes, con la excepción de esos
pocos voluntarios. La impotencia no tardaba, así, en convertirse en mala
conciencia: “Los otros permanecemos orondamente acomodados en nuestras
habitaciones, mientras los bandidos fascistas asesinan mujeres y niños de
España. No tenemos el sentido ni la conciencia de nuestra responsabilidad” (El Día, 18 julio 1938). Curiosamente, desde
el otro bando hubo intelectuales católicos que mostraban la misma impotencia y
mala conciencia: “¡Oh! si estuviéramos cerca, y si Dios nos hubiera favorecido
con bienes de fortuna, nosotros también, gustosísimos, hubiéramos corrido a
enrolarnos en esas sublimes falanges, que luchan por la fe y la civilización, y
llenos de gloria hubiéramos clamado, al caer con las armas en la mano como
nuestros héroes españoles: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!” (Dios y Patria, 17 enero 1937).
De este modo, los
escritores ecuatorianos sufrieron la guerra como si fuese en carne propia, se
comprometieron intelectual y emocionalmente y sellaron su fervor en sus textos.
España, definitivamente, había vuelto a ser no sólo un modelo sino también una
madre. La guerra civil permitió que la expresión “Madre Patria”, antes
patrimonio de los sectores más conservadores, se resemantizara como término y
fuese adoptado también por la izquierda. “Es de observar”, se leía en un
editorial de El Telégrafo, que “una
vez más, cumple España su destino de madre, que la obliga a ofrendar su sangre,
en otra terrible gestación de los siglos. Sea cualquiera el resultado de la
guerra española, se está realizando en el seno de su pueblo, como en un cáliz
materno, la fecundación de un nuevo espíritu, que alentará en la humanidad
futura” (12 diciembre 1937). La diferencia, evidentemente, estaba en la fuente
de esa maternidad, que surgía ahora del “pueblo”. (...)
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