Es un tópico hablar del impacto impresionante que tuvo la guerra civil española en las repúblicas hispanoamericanas, pero no deja de ser difícil imaginar la intensidad del estremecimiento que provocó. En el contexto ecuatoriano, Rodolfo Pérez Pimentel cuenta que el socialista alicantino Francisco Ferrándiz Alborz, que se había convertido durante los años treinta en un crítico literario imprescindible en el diario guayaquileño El Telégrafo, acudía cada noche a las oficinas del cable internacional, donde se enteraba de las últimas noticias en la compañía de otros inmigrantes españoles, la mayoría de ellos franquistas, por lo cual "se armaban discusiones que degeneraron en fenomenales grescas a bastonazos, con saldo de heridos y contusos; pero, a la noche siguiente, estaban nuevamente en el cable, pendientes de las noticias". Algo parecido se suele contar de las peleas que se formaban en la Avenida de Mayo de Buenos Aires, entre los republicanos que frecuentaban el café Iberia y los falangistas que se reunían enfrente, en el café Español.
Pero no hacía falta ser español de sangre o de nacimiento para sufrir la guerra como si fuese en carne propia. Raúl González Tuñón, al llegar a España en la primavera de 1937, describió hasta qué punto los bonaerenses consideraban el conflicto una guerra suya en "La Argentina vive y piensa en España", un ensayo publicado en la revista Ayuda. Allí recordaba el día en que llegaron a su ciudad las noticias de la supuesta caída de Madrid:
El día 7 de noviembre de 1936 –algo así como el octavo día del mundo, el octavo día de la creación que Kipling quería ver amanecer para Inglaterra y que Madrid amaneció para el mundo–, Buenos Aires, la capital inmensa de la Argentina, y todo ese país de grandes posibilidades, sojuzgado hoy por los imperialismos –el inglés y el Vaticano, en primer término–, vivió horas de angustia. Los diarios vendidos a Burgos (La Nación, La Prensa, La Razón), así como casi todas las estaciones de radio, anunciaron la caída de Madrid. Pizarras, sirenas, ediciones especiales... Los falangistas disfrazados salieron a la calle voceando su periódico, en cuya primera página se leía, en letras catastróficas: “Entramos en Madrid”. La policía, que había impedido días antes todo acto de homenaje a la España leal, permitió a los falangistas el disfraz y el griterío. (El tiempo nos vengó. El papelón de los fascistas, los clericales, los reaccionarios de todo pelaje, cubrió de ridículo a la caverna en general.) Fue entonces ese día 7 de noviembre cuando yo vi frente a los diarios y las agencias y los altoparlantes, en el centro y en los arrabales de Buenos Aires, cómo todo un pueblo desesperado se resistía a creer la tremenda noticia. Vi a hombres, a mujeres, a niños y viejos llorar en las esquinas, morderse los labios, caminar sin rumbo... Era el pueblo de Buenos Aires, el pueblo internacional de Buenos Aires, argentinos, españoles, italianos, polacos y de todas partes; era el pueblo auténtico de Buenos Aires que lloraba la caída de la capital antifascista. Fueron apenas cuatro horas. Nada más que cuatro horas. Y pasó un día y otro día. Y resultó que los fascistas habían sido, increíblemente, contenidos a las puertas de Madrid. Yo vi cómo renació el entusiasmo y la alegría. Ese pueblo, el de la capital argentina, había demostrado una vez más su conmovedora, su infinita solidaridad para con España.
Las imágenes que siguen son una buena muestra de ese fervor. Provienen del diario La Voz del Interior, de la Córdoba argentina, que solía anunciar la escritura de una noticia nueva en sus pizarras detonando una bomba o haciendo sonar una sirena.
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