El viaje de América de Gregorio Marañón, 1937. (5) El regreso a Montevideo y la despedida


Después de sus viajes a Santiago de Chile y Buenos Aires, Marañón volvió a Uruguay para pasar unos últimos días antes de embarcarse para Brasil y luego de vuelta a España. Tuvo tiempo para pronunciar nuevas conferencias -entre ellas: "Los amigos del padre Feijoo", en el Centro Gallego de Montevideo, el 14 de abril; "Psicología del vestido y del adorno", en el teatro Sodre, el día 15-, y en su última noche, el día 17, fue homenajeado por los Ministerios de Salud Pública y de Instrucción Pública y Previsión Social con un banquete de despedida en el Club Uruguay. Las fotografías de El Pueblo -el diario del dictador Gabriel Terra- muestran una larguísima mesa poblada de ministros y diplomáticos, entre los cuales figuraban Carlos Reyles, el poeta Fernán Silva Valdés y el ya anciano pintor Pedro Figari.

El Ministro de Instrucción Pública, Eduardo Víctor Haedo, ofreció el discurso de despedida, transmitiéndole al español "los votos fervorosos del gobierno que preside vuestro amigo el Dr. Gabriel Terra, y el de nuestro pueblo que se lo ha otorgado en el delicioso lenguaje sin palabras, de su emoción". Tantas muestras de amistad y admiración sirvieron a Haedo para oponerlas al enemigo común: "A la internacional del odio, del materialismo desenfrenado y de los puños en alto, tenemos que oponer la internacional del Amor, la Comprensión y la Tolerancia, en el símbolo de las manos fraternas".

Pero Marañón había aprendido, entre los gritos y los insultos y los boicots, que la amistad y la admiración no eran mayoritarias en los países que había visitado. Debe de haberle impresionado la intensidad de las protestas contra su presencia y la vibrante solidaridad con la República Española que había visto, a pesar de los esfuerzos de sus anfitriones. En efecto, señalaba -en la que sería la última conferencia de su viaje por el Cono Sur- "a las tierras lejanas llega el rumor sordo de la guerra y el eco que levanta, en los mundos oficiales, el comentario de la pasión política". Esa pasión, para él, era fruto sobre todo de la juventud. "Siempre estuve con los jóvenes", dijo, "aunque no siempre de acuerdo con ellos"; de todos modos, discrepar con sus ideas importaba menos que ese "fervor" que existía en cada pecho adolescente, un fervor "que acaso se dispara sin tino, pero que después recoge la mano sobrehumana de la Historia y lo convierte en eficacia viva y en progreso".

Juventud significaba fervor, significaba pasión. Por eso, fervoroso y apasionado como pocos, Marañón llegó a afirmar que él mismo estaba hablando "en nombre de esa juventud" y, además, que se estaba dirigiendo -allí, en el Club Uruguay- a unos oyentes que eran "jóvenes todos aun los del cabello blanco, porque vivís en una patria sin canas aún". El cumplido es de dudoso gusto, sobre todo cuando se coteja con la gerontocracia de ministros y embajadores que muestran las fotografías de El Pueblo. Pero sus palabras iban más allá de ese público inmediato para alcanzar también a "vosotros, a los más jóvenes, a los que he visto más alejados de mí, pero a los que estoy seguro, absolutamente seguro de llegar y de dejarles impresa mi lección"; a los jóvenes que le habían acogido con insultos, que le habían boicoteado las conferencias.

Como en el artículo que publicó en El Pueblo antes de su llegada a Montevideo, Marañón volvió a ofrecer una "lección" al público americano, la lección de su propia experiencia en la España republicana -que era una lección, insistía, de la juventud española- y que ahora dirigía a los jóvenes de Uruguay. Lo curioso es que si vino a América dispuesta a "enseñar" sus verdades sobre la guerra, se había dado cuenta en el camino de que lo único que lograba hacer era "defraudar":

Una vez dije que el deber de la juventud es la rebeldía. Pero la rebelión trascendente, la que nos enfrenta con nosotros mismos; mucho más grave y más difícil que la otra, la que consiste en gritar y en agitar los brazos ante los demás.

El ejemplo de la jvventud mía, mía porque es la de mis jóvenes, casi la de mis hijos, es haberme rebelado ante mi propio pasado; el haber cambiado animosamente de camino; el haberse sabido defraudar.

Defraudar. ¡Qué gran palabra, esta, para la juventud! Un joven, hostil aunque cortés, me dijo hace unos días, en tierra americana, que no es la vuestra, que yo les había, a ellos, a los de su generación, defraudado.

Y yo le contesté que a eso había venido a América. A trabajar, a aprender y a defraudar a su generación. Hay que entregarse, hasta dejarse morir, al joven que habla por su propia cuenta. Nunca, nunca ante el joven que habla en nombre de su generación. La generación es una trinchera ilícita, donde se agazapa el que no tiene personalidad a la edad en que debería tenerla. Es decir, al que no es capaz del acto magnífico de defraudarse a sí mismo. Y, por lo tanto, al que los otros tienen que defraudar.

La generación defraudada se habrá roto, por ley inexorable de la vida, en unos cuantos años; y, entonces, recuperada la individualidad de los que hoy viven a expensas de la generación, sólo se acordarán, no de aquellos que los halagan, sino de los que supieron afrontar el riesgo de defraudarlos.

Aludió Marañón a ese joven "hostil aunque cortés" con el que habría hablado en Argentina o en Chile, pero a través de él a todos los que habían protestado contra su viaje, para desautorizar la crítica y deslegitimar la "juventud" de sus voces. La "solidaridad" de esa generación "joven", y sus esfuerzos por superar el individualismo en colectividades, agrupaciones, asociaciones y comités, significaban una traición a los valores más altos de la juventud: la rebeldía, el ímpetu, el entusiasmo. De ahí que Marañón osara a considerarse a sí mismo, y a las autoridades que lo escuchaban en el Club Uruguay, más dignos de llamarse "jóvenes" que los jóvenes latinoamericanos -hechos rebaño en sus protestas- que discrepaban con su presencia y su discurso. Esta crítica, seguramente, podría ser coherente, y fiel a la trayectoria intelectual de Marañón, si no fuese por el hecho de que él no había llegado a cuestionar, en ningún momento de su viaje, las amenazas a esa individualidad planteadas por Franco y sus aliados Hitler y Mussolini, ni por el autoritarismo de su anfitrión y nuevo amigo, el dictador Gabriel Terra, que simpatizaba abiertamente con Franco y había roto relaciones con la República.

Se puede intentar comprender las "mudanzas" de Marañón, entender lo traumática que debió de haber sido para él su vivencia en Madrid durante los primeros meses de la guerra, el miedo que debió de haber sentido y la opinión radicalmente negativa a la que había llegado sobre el comunismo. Esto no explica, sin embargo, ni sirve de justificación para ese subtexto silenciado de franquismo, terrismo y fascismo que palpitaba en cada conferencia y cada declaración de prensa que había dado en las cinco semanas que pasó en el Cono Sur, y que no eran ya un producto del miedo, sino de la claudicación o del simple oportunismo, la seguridad creciente de formar parte del bando ganador y la esperanza de ir cauterizando los odios que su larga trayectoria de republicano seguía (y seguiría) inspirando entre los franquistas, para así encauzar los preparativos para su retorno a la España del caudillo.

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