Las relaciones entre Chile y España durante el período de la Guerra Civil están marcadas por el asunto de los refugiados en la Embajada Chilena, lo que causó no pocas fricciones entre ambos gobiernos. Aurelio Núñez Morgado primero, y Carlos Morla Lynch después, mantuvieron en las legaciones de Chile a todos aquellos que consideraron su vida en peligro, llegando a albergar a unas 1500 personas. Desde París, en una célebre carta del 26 de enero de 1937, Marañón se dirige a Agustín Edwards (Embajador de Chile en la Sociedad de las Naciones) para apoyarle en sus gestiones a favor de los asilados y, de paso, cambiar bruscamente de trinchera: “El número de asilados que pueden considerarse como gentes de derecha es escasísimo. La mayoría son personas aterradas por el espectáculo diario de las persecuciones, que alcanzaban a los medios de los liberales de siempre, incluso republicanos. Disimular esto es faltar a la verdad”.
El diario El Mercurio (fundado, por cierto, por el mismo Agustín Edwards) se hace eco automáticamente y se apoya entonces en la autoridad de Marañón para defender la postura oficial de su gobierno en relación con el derecho de asilo. Si la izquierda hablará desde este momento de “defección”, la derecha tendrá ahora su gran figura emblemática, a la que no escatimará panegíricos:
No podía hablar sobre la situación de España un hombre con mayor autoridad y un eco más profundo y resonante que el doctor Gregorio Marañón, el sabio, literato, republicano convencido de toda una vida, luchador enérgico en favor de la revolución izquierdista. Su autoridad intelectual, no igualada por otro escritor español y por muy pocos europeos en general, no es discutida en América. Se le sabe hombre de absoluta honestidad, principios doctrinarios rígidos, vastísima cultura y una gran elevación espiritual.
En las mismas fechas, se conoce la invitación de Gabriel Terra para que Marañón viaje a Uruguay, y El Mercurio felicita la decisión y sugiere que a ese gesto “seguirán seguramente otros semejantes de otras naciones americanas”. Efectivamente, así sucede, y cuando Marañón se presenta en Santiago de Chile, después de tomar un avión en Buenos Aires el 20 de marzo recién llegado de Uruguay, el debate vuelve a inflamarse en la pluma de los intelectuales y la tinta de las rotativas.
El poeta Pablo de Rokha lo recibe desde las páginas del Frente Popular (órgano del Partido Comunista chileno) con un texto titulado “Gregorio Marañón y su máscara” en el que lo describe como “el snob, el aficionado, el diletante, el incongruente, el turista de la cultura, el profesional estéril de la cultura por la cultura”. En él, rebaja su condición de intelectual para considerarle un burgués voluble:
He ahí, entonces, cómo, cara a cara al drama estupendo de la masa humana de España –el signo de hombría y heroísmo y grandeza más alto de todos los tiempos, frente al cual se está orgulloso de ser hombre–, el hombre Gregorio Marañón tiembla y se evade, elude la gran responsabilidad que le asigna la historia, por haber estado jugando, tantos años, en los altos estadios de la agonía intelectualista, sin vocación, por snobismo y por oportunismo.
Por otra parte, el escultor Lorenzo Domínguez, que había estudiado Medicina en Madrid (donde había residido entre 1920 y 1931) y lo había tenido como profesor, se niega a llamarlo “ex maestro” y lo increpa desde su condición de discípulo para “exigirle cuentas” y “enrostrarle su traición a mi generación y a nuestra raza”. El hecho de alinearse junto a los que hasta hace poco había denostado, le hace perder, para Domínguez, todo criterio y autoridad: “Los acontecimientos de España nos levantan tan alto a todos los que permanecemos lealmente unidos a ella, que, a pesar de su recia envergadura científica y literaria, nuestra frente puede erguirse hoy más orgullosa y elevada que la suya”.
Después de lo sucedido en Uruguay, se temía que en Chile pudiera ocurrir lo mismo. Ante la amenaza de protestas estudiantiles, mayoritariamente a favor de la República y en contra del científico, se decidió cambiar el local donde Marañón diera sus conferencias por otro más reducido para limitar el aforo. El escritor y periodista Rafael Maluenda se queja en las páginas de El Mercurio de una juventud “impermeable a la reflexión” y “deslumbrada por las reverberaciones soviéticas” que no comprende el cambio de colores de Marañón que él, por supuesto, felicita: “El proceso de las rectificaciones con que lentamente se van modelando una personalidad humana, un ideal político o una verdad científica, es siempre doloroso y reclama virtudes y denuedos inmensos para llevarse a cabo”.
Quizás uno de las opiniones más significativas sea la del poeta Vicente Huidobro, quien, en su artículo “La tragedia de Marañón” aparecido en La Opinión, comienza rebajando su calidad de científico para considerarlo “un simple divulgador de segundo o tercer plano”. Después describe un itinerario en el que es vilipendiado y ridiculizado por todos los países que visita: París, Uruguay, Argentina, Chile (lo cual es cierto tan sólo a medias, porque, como vemos, allí por donde pasa hay una división entre el rechazo y la pasión). Su vanidad lo ha traicionado, pues, aunque “creía que América era país conquistado”, en realidad descubrió que “no conocía a América como no conocía al mundo”. Finalmente, Huidobro, con conmiseración venenosa, lo condena al ostracismo: “No hay situación más triste ni más trágica que la de este hombre. No le queda otra cosa que cavarse una cueva bien profunda y enterrarse adentro. Huir de las miradas de los hombres y de la conciencia universal”.
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