Las tretas de Elena Garro

Cuando George Orwell puso los pies por primera vez en Barcelona, en diciembre de 1936, encontró una ciudad “irresistible”, gobernada por la esperanza, donde la clase trabajadora “llevaba las riendas” y existía “un estado de cosas por el que valía la pena luchar”. Pocos meses antes, en septiembre del mismo año, el cubano Pablo de la Torriente había llegado a “una ciudad en fiesta”, que emocionaba al visitante por su vitalidad, su alegría, su juventud. Prácticamente todas las primeras impresiones de Barcelona, al menos en los primeros meses de la guerra, son dominadas por el deslumbramiento. Sin embargo, la descripción de Elena Garro cuando entra en Barcelona en julio de 1937 (escrita, eso sí, con posterioridad) es bien diferente:

"Por la tarde llegamos a Barcelona. Es difícil olvidar la impresión terrible que me hizo esa ciudad. Era como si una capa de plomo pesara sobre ella, plomo ardiente, pues además hacía mucho calor. Las ramas de los árboles estaban rotas y las calles casi desiertas. El ambiente era pesado, trágico, me dio miedo, nunca había visitado una ciudad como esa […] Quise irme enseguida de España. “Me quiero ir a mi casa”, le dije a Octavio Paz. Este se indignó ante mi estupidez: “¡No sé por qué te traje!”, dijo. Yo tampoco lo sabía, ni lo sé hasta el día de hoy".

La editorial española Salto de Página acaba de reeditar Memorias de España 1937, de Elena Garro (1920-1998), publicada por primera vez en México hace casi veinte años (1992, Siglo XXI). La jovencísima Elena Garro viaja a España en 1937 como acompañante de su marido Octavio Paz, este sí invitado al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Su experiencia española está lejos de suponer el hito que sí fue para la mayoría de intelectuales, quienes sintieron España como un latido, un acontecimiento nuclear en sus vidas y un motor poético o literario. Para Garro, en cambio, España significó en mayor medida desinterés, incomprensión o frustración, ajena al ámbito luminoso que percibieron los demás.

En su artículo “Las tretas del débil”, Josefina Ludmer analiza los mecanismos de la escritura de otra ilustre mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz, para, desde su posición subalterna, disfrazar de sumisión lo que en realidad es un acto de reivindicación de otro espacio en el campo cultural. En cierto sentido, y salvando las distancias, en estas Memorias se pueden encontrar algunas de estas estrategias. Elena Garro, condenada al silencio por su juventud, su comportamiento y su ignorancia política, afirma no saber, no comprender, no ser una intelectual y no estar politizada, aunque al mismo tiempo sus comentarios demuestren una mordacidad y una perspicacia en contradicción con su pretendido desconocimiento: “Nunca entendí bien las diferencias políticas que cubrían de gloria a algunos y a otros los hostigaban y los hacían ir de lugar en lugar sin encontrar acomodo”. Por otra parte, a pesar de que aparenta asumir su lugar de marginación, no duda en utilizar este espacio para dirigir sus críticas contra todo aquello que le disgusta: “Yo estaba aburrida de ese edificio [la Telefónica de Barcelona] y de examinarlo, pero los demás señalaban las roturas en la piedra de la fachada y hablaban sin cesar de aquel combate que yo no terminaba de entender. En España nada era claro, todo se decía a medias palabras y a media voz, para los entendidos. Y se prohibía preguntar”.

El resultado es una visión completamente desacralizada de la Guerra Civil española y de los intelectuales que tomaron partido en ella. Muchos de ellos son víctimas de las críticas feroces o del sarcasmo de la escritora mexicana, empezando por su marido Octavio Paz (exmarido en el momento de la elaboración del texto), que aparece como un hombre autoritario, inflexible y poco comprensivo con su joven esposa. Pablo Neruda, apodado “La Chirimoya” por Bergamín, es un “viejo egoísta” (igual que Vicente Sáenz) que tiene las orejas “llenas de cerilla” y que ha abandonado a su hija hidrocefálica y a su esposa, “la giganta holandesa”. Las ponencias del congreso o muchas de las actividades realizadas en España también son ridiculizadas por la pluma evocadora, humorística en ocasiones, de Elena Garro. Sin embargo, redime a algunos escritores, como Antonio Machado (quien le suscita una profunda compasión cuando van a visitarlo a su casa, acompañado de su anciana madre), Miguel Hernández, León Felipe o César Vallejo. A este último le dedica unas líneas emotivas en las que destaca su calidad humana y poética:

"Una noche en la que fuimos con ellos a un mitin, Vallejo quiso colocarse hasta adelante, para no perder ni una palabra de lo que allí se iba a decir. El teatro estaba repleto y nos quedamos de pie en el pasillo, muy cerca de la escena. A mí no me interesaban los oradores, me fascinaba el rostro grave de Vallejo, como si estuviera devorado por un terrible sufrimiento, y no pude quitarle la vista de encima. Él se dio cuenta de cómo lo miraba y me echó un brazo al cuello, sin dejar de escuchar a los oradores. A su contacto, me invadió una corriente de bondad que nunca más he vuelto a sentir. Aquel hombre era un hombre aparte, era un poeta. Creo que la poesía va unida a la profundidad de la bondad. Todavía veo su suéter de lana cruda y sus ojos trágicos".

Memorias de España 1937 constituye una mirada original e inteligente, y desde una perspectiva alejada del canon de la mitificación, sobre los sucesos de España, las peripecias de los intelectuales y las contradicciones de una guerra que setenta y cinco años después de su estallido sigue derramando tinta, levantando encendidos debates y constituyendo material literario para muchos escritores.

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