Ha muerto Dardo Cúneo (I)

Ha muerto en Buenos Aires, a los 97 años, el ensayista político, periodista y militante socialista Dardo Cúneo. Los obituarios españoles y argentinos han recordado que durante los primeros días de la guerra civil española el joven Cúneo vivió un motín en el barco que lo llevaba de Buenos Aires a Valencia, y que la primera de sus crónicas de guerra para el diario Crítica fue enviada desde Dakar, adonde los tripulantes republicanos habían desviado el “Cabo Santo Tomé” para así evitar las islas Canarias, que estaban ya en manos de los sublevados.

En esa crónica, firmada el 30 de julio de 1936, relató lo siguiente: “El capitán estaba interesado en llegar a Las Palmas. Los tripulantes se reunieron y consideraron desfavorable para sus propias vidas el propósito de aquel. Pensaban que en Las Palmas, dominada por la insurrección, serían posiblemente detenidos por su condición de obreros que acababan de telegrafiar al presidente del Consejo de Gobierno de Madrid, poniéndose incondicionalmente a sus órdenes. Fue entonces cuando resolvieron sublevarse. (...) Los delegados subieron al puente de comando forzando al capitán a variar el rumbo (...) Desde ese momento, se comenzó a ejercer el poder obrero. El verdadero capitán resultaba ser Gustavo Noriega, que seguía desempeñándose en su puesto de mozo de comedor, pero, a cada momento, debía abandonarlo para subir al puente de comando, donde estaba, en realidad, su puesto”.

Cúneo llegó de Dakar a Valencia, y se trasladó en seguida a Madrid, donde una carta de recomendación del socialista argentino Mario Bravo le permitió conocer a Julio Álvarez del Vayo, Luis Araquistain e Indalecio Prieto. Décadas después, en el ensayo “La inocencia de España” (1966), recordaría sus primeras impresiones de Madrid:

“Madrid era –sí que lo era– toda una fiesta. Su primer heroísmo tenía cara despreocupadamente alegre, tenía voz festiva, tenía paso desinhibido y arrogante. Toda la ciudad era un único barrio que estallaba en liberadas soberbias populares. Los ciegos recitaban tantas veces o más que El testamento de mi suegra, un recientísimo Himno proletario. Lo escucho en una esquina de Cuatro Caminos, mientras el mono bailarín es el único sobreviviente de los viejos estilos y el lazarillo reparte, con la variante de estar impreso en rojo: ‘Surge al viento / surge al viento / la victoria del pueblo español. / Ya está muerto / ya está muerto / fascio, clero y religión / y religión’. Un aire, si no viento, triunfal alentaba como un gran acto de inocencia. Parte de ese acto es el sacrilegio: una mañana, aparece el Niño Jesús de la Iglesia de San José expuesto en el atrio, sobre Alcalá, con esta leyenda: ‘Traicioné a los fascistas’”.

La inocencia de España tenía también su lado sangriento. Unos compañeros de la Juventud Socialista de Valencia llevaron a Dardo Cúneo a ver las víctimas de los “paseos” nocturnos. Se acercó con esos compañeros, y otros curiosos, a inspeccionar el cadáver de uno de los ajusticiados: “Ahí está, como lo dejaron, como lo acaban de dejar, los ojos pegados a la tierra y mostrando en la nuca el hueco reventado por donde se internó la bala, impuesto a una postura normal de accidentado, de abatido sin anécdota, de muerto y nada más que abandonado. Trazas, claro está, de lo que esos campesinos están llamando así: ‘Era un señorito’. Era uno de los otros, muy distante de ellos, ajeno a ellos, por sobre ellos, humillación de ellos. Miro sus caras y se les lee fácilmente una gozosa adhesión que va subiendo a los tonos de una alegría que no consentiría disimularse, a punto de ser empujada a júbilo, como si hubiera llegado el día esperado para ella. Esa alegría los sobresalta desde dentro y los hace respirar a gusto, en muda carcajada, el airecito de la mañanita, interferido por ese olor a sangre no del todo muerta que sube hasta las narices y por ahí, también, los regocija, los entusiasma”. De eso, comenta Cúneo, no se le habría ocurrido escribir en sus crónicas.

Hay otra anécdota de inocencia en el ensayo de Cúneo, que habla de un miliciano anarquista en un puesto de carretera que tenía el encargo de exigir la documentación a todos los conductores. Cuando al despedirse le decían “Adiós”, el miliciano anarquista se indignaba, gritándoles: “¡Adiós, no! ¡Que estamos en la república social! ¡Salud, camarada!”. Continúa Cúneo: “No acertaba ningún automovilista a saludarlo en la forma que el miliciano quería. En su pasión –en su discordia española–, se dijo: ‘Si el próximo no me saluda con un “¡Salud, camarada!”, le quemo los neumáticos a tiros.’ El próximo lo sorprendió. Lo saludó así: ‘¡Salud, camarada!’, y de su sorpresa –de su concordia española–, surgió rápido este grito: ‘¡Gracias a Dios!’”.

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